lunes, 2 de marzo de 2015

La mirada


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A donde alcanza la mirada es inútil ponerle freno, porque ahí se encuentra la semilla del pensamiento, del mundo interior del que uno saca conclusiones con las que se van armando los rompecabezas de la reflexión: esos sitios, unas veces sinuosos caminos y otras islas desiertas en las que uno encuentra la punta del iceberg de un nuevo campo por explorar, en los que si se tiene la fortuna y la capacidad de abstracción suficiente no es raro que aparezcan ideas y conclusiones. Los ojos, la mirada, el vistazo, el oteo, la percepción instantánea, lo que uno ve y a veces se atreve a mirar, o no se atreve y prefiere que se lo cuenten y se lo imagina lo mejor que puede y  nunca lo mejor que sabe porque eso nunca se llega a saber. La exploración, la investigación sobre cualquier hecho trivial que suele pasar desapercibido. La contemplación silenciosa mientras un whisky de malta atempera el estómago, el susurro del mundo de las voces, de esas voces que no dejan de convivir con uno cuando se encuentra predispuesto a indagar, a buscar y a rebuscar, a ser más partícipe de la realidad de cuanto ésta nos concede. Qué diferente es mirar el mundo bajo el narcotizado prisma de un alcohol o de una droga de lo que nos supone hacerlo bajo el velo tenue y sincero de la sobriedad, de lo real y manifiesto. Qué diferente es verlas venir desde una posición acomodada a hacerlo desde el humo del cigarrillo que difumina el ambiente de una habitación o de un cuarto de estudio en algo parecido a una celda de la abnegación, de la resignación y del fracaso: del irrefutable e inconsciente conformismo por el que nos dejamos llevar por la inherente cualidad, como humanos que somos, en la que siempre aparece esa nota de desdén y cobardía enmascarada de simpleza, de relajación y desidia poco dada a ver más allá. La Gioconda, la esposa del Giocondo, era una mujer hermosa y cotizada en una época en la que los matrimonios se acordaban para que las familias florentinas  mantuvieran a flote el rango y el estatus de su condición de nobles encargados del comercio; pero eso no quita para que al mismo tiempo sus inquietudes y sinceridad interiores le llevaran a consentir un casamiento que venía a ser el mal menor a tenor del embarazo fruto de la relación con el joven al que realmente amaba. En esa doble mirada, la de las circunstancias y la del corazón, una mujer hizo de su vida un admirable camino de madre y de amante, de dama que posa ante un genio y ve cómo se va a pique la etapa de oro de una ciudad estado que acuñó la moneda más importante de su tiempo, la divisa, el canon, la referencia monetaria a la que se acogían mercaderes de todo el mundo para decir esta boca es mía. Leo a Pierre La Mure y descubro nuevas miradas dentro de una época que ni siquiera me corresponde pero a la que le debo el legado y la herencia de lo que somos. Leo y ahora entiendo mejor que existen tantos mundos como los que podrían contarse uno a uno por cada uno de nosotros, atendiendo a la mirada, a las diferentes miradas traducidas en las formas de actuar y de interpretar el presente. Tal vez cuando uno llega a estas conclusiones es cuando comienza a darse cuenta de que todos somos iguales.

3 comentarios:

  1. No miramos lo suficiente, Clochard.
    Salu2 bienmira2.

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  2. Si todos somos iguales,que coño hago yo aquí?...Un abrazo de sal!!

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    Respuestas
    1. Esencialmente somos iguales, aunque cada uno de nosotros con su propio código de barras que le hace ser diferente a los demás; pero en esencia somos lo que somos, todos iguales, poca cosa.

      Mil abrazos.

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