lunes, 25 de enero de 2016

Habas contadas


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Lo fundamental es la norma, dice un señor al que le están arreglando el pelo mientras yo espero con mi Beatus Ille entre las manos, con mi dosis de Mágina y de Jacinto Solana, entre Manuel y Mariela y Orlando el pintor y su querido Santiago, con Minaya y Medina y Utrera, con Doña Elvira, con mi manera, con mi fondo y con mi forma de que me conozcan pero no sepan quien soy, mientras finjo que leo y me dedico a escuchar, a aprender del comentario. El oído, siempre el oído, alerta, puesto, sucesivamente puesto, ese fisgón de detrás de la puerta de la conciencia, ese francotirador del comentario que viene al hilo, el verso cazado al aire, el fotógrafo de las palabras que se niega a llevarse el viento; pero como finjo que leo no puedo dejar de leer para decir algo, para meterme en la conversación, para darle la razón a ese señor jubilado que todas las mañanas asiste como oyente a una clase en la Universidad, ese mismo que aboga por la cultura, por meterle en la sesera al ciudadano, al Homo Sapiens que anda y viste y calza y pierde su tiempo preocupándose por si es Messi o es Ronaldo o es la tontería del pan y el circo quien se merece el balón del oro sacado por manos infantiles de minas africanas, de monstruosos y mortuorios y espeluznantes campos de la moderna concentración en mirar para otro lado, de esa batalla contra el olvido que se quita el hambre con las bofetadas cocidas a fuego lento en los despachos, que la libertad no está donde nos induce a buscarla la engañifa comercial de un virus cargado de códigos de barras y de pantallas digitales sino en el conocimiento. Decía Fernando Pessoa que no hay reglas, que todos los hombres son la excepción de una norma que no existe. Pessoa lo tenía claro, lo veía venir, no se andaba por las ramas, descreía de las buenas intenciones confabuladas con la creación del destructivo sistema de la ambición decantada hacia el lado chungo de las cosas con aspecto de caramelo, de atontamiento global mediante absurdos entretenimientos con los que convencernos de que esa es la mejor manera de matar las tardes, matándonos a nosotros mismos mediante ese colectivo suicidio intelectual que consiste en desvincularnos de nuestro propio ser para ponerlo en manos de auténticos perros de presa, de caza y todo eso que le sigue así todo junto; luego vino la pausa del capitalismo liberal, y ahora uno se acuerda de Pessoa. Dice, después, el hombre, continúa, el señor, el jubilado al que le están cortando el pelo, que los políticos se entretienen en discutir sobre la tramas de temas superados, sobre cuestiones que ya casi que no vienen al caso pero de las que se sirven para llenar las urnas de papeletas ignorantes, de tirabuzones de desidia inculta y mal civilizada, de disparates engañados y engañosos en el fuero interno del confort televisivo. Y mientras tanto yo a lo mío, a " la isla de Cuba" y a los guardas de asalto, a la plaza del General Orduña, pero sigo ahí, en la academia de la peluquería, hasta que Basilio, el peluquero con nombre de peluquero de novela, o de película, da en la yema, en el corazón del asunto, en la clave, en la diana, en el centro del punto de mira de Artur Miller, limitándose a decir: Don Antonio, habas contadas, habas contadas. 

2 comentarios:

  1. Se aprende mucho escuchando ¿verdad?

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    1. Cualquier sitio, prestando atención, puede convertirse en una academia.

      Salud, Dyhego

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