martes, 16 de febrero de 2016

Tilde y no tilde



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Esto de ponerme todos los días la corbata es uno de los placeres accesibles que la vida, esta vida de camarero, me brinda; es un gesto cotidiano que me lleva acompañando desde hace años y del que me nutro como el actor que hace todo lo posible por no olvidarse de los versos que darán sentido a una más que probable improvisación, una de esas espontáneas salidas que se encargan de armonizar el guión tan trufado de matices inesperados; pero me faltan los tirantes. Yo soy un camarero al que le faltan los tirantes. Se mira uno en el espejo como quien quiere sacar conclusiones de uno mismo antes de salir al escenario, como convenciéndose de que merece la pena el esfuerzo, y la verdad es que no necesito mucho para conseguirlo. El efecto dominó propiciado por el reparto de felicidad con el que trataremos de contribuir a que los seres humanos con los que nos topemos a lo largo de la jornada se sientan mejor es el factor clave para que se olviden por un rato de la catástrofe de puertas para afuera; de eso aún/todavía no es la sociedad consciente, hay tanto de lo que preocuparse que ya casi no queda espacio en el pensamiento para darnos cuenta de los rayitos de luz generada por la desinteresada contribución a extraerle una sonrisa a nadie. Antonio Suárez, el somelier con el que comparto las tablas del teatro sevillano en el que me gano la vida, de vez en cuando me dice entre bastidores que los que nos dedicamos a esto estamos hechos de una pasta especial; en algo nos parecemos a los ciclistas, aunque a mí se me viene a la cabeza más bien un saco de boxeo. La distancia que va de una botella de L´Ermita a un cartón de vino apócrifo soldado a la boca de un vagabundo es un dato estadístico, una metáfora existencial, un ponernos al día sin ver el telediario, una manera de que el termino medio, cansado de ser tan utilizado, opte por desviarse hacia uno de los extremos. Anda uno entre el bien y el mal, entre el rojo y el negro, entre las nubes y el sol, y todo por culpa de la memoria, por la desidia que muestran algunas ideas a desprenderse de uno mismo, esas huellas de la vida que quedan grabadas en la retina cada vez que paseo por la ciudad de la gracia. Luego el directo, la decantación, el mimo, el contacto, la Visa con las prisas por no saber a dónde llegar, pero el fulano de la calle San Eloy sigue ahí, con sus uñas mugrientas recién alquitranadas por el terror del bazuco que le dejó fuera del juego de la maraña incivil y solitaria agrupada en muchedumbre bolsa en mano. Pero no tiene uno más remedio, después de una sacudida de impotencia y de convicción que le lleva a pensar que no está en su mano la solución, esa manera de asumir la realidad que tenemos los que a tan poco llegamos, que sentirse agradecido con lo que tiene, con lo que hace, con lo que siente, con lo que vive, aunque no estaría mal ver entrar a un clochard por la puerta del restaurante y brindarle un paseo por una alfombra roja puesta a su merced para la ocasión; eso sería como la ´tí´l´dé en la esdrúúújula, como la guinda que confirmara la existencia del pastel en todas sus facetas lúdico alimentarias.


5 comentarios:

  1. La tilde es muy importante: una buena corbata en un caballero, unos bonitos pendientes en una dama, una elegante cartera para un estudiante, un buen libro para un lector...

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    1. El pequeño detalle que marca la entonación, eso es.

      salud, Dyhego.

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  2. Si entrara un clochard por la puerta del restaurante pues,problamente se sentiría descolocado pero,estoy segura de que usted le haría sentirse como en casa.Creo,que peor lo llevaria Rajoy por ejemplo;si tuviera que pasar una día como un vagabundo.
    Un abrazo de otra pasta!!

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    1. Efectivamente no hay color, Amoristad, entre uno y otro a la hora de afrontar semejante privilegio, digamos que no está hecha la miel para la boca del asno.

      Mil abrazos.

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  3. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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