martes, 7 de marzo de 2017

Logaritmos


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Qué día tan bonito hace hoy, en este mes de Marzo lluvioso a su antojo,  qué maravilla de sol resplandeciendo en los rostros de la ciudad, en sus esquinas, en sus escaparates, en el baile de cuerpos que acompasan el vals de la benevolencia del clima, en las alas de las mariposas del bienestar. Tras dos jornadas de lluvia intermitente, la claridad, los resplandores, la fluorescencia de las líquidas vitaminas de las cervezas, vuelven a llenar las terrazas, los bares que nunca cierran al mediodía, los proyectos que caben en las posibilidades que el intelecto se proponga en unas pocas cuantas horas. En esta ciudad parece como si se estuviera esperando a que el Astro rey hiciese acto de presencia para justificar la vida callejera, el paseo desinteresado, la vagancia implícita en los actos existenciales, en los gestos del te ofrezco un cigarrillo y no te vayas, en el tómate otra que mañana nunca se sabe, en el regodeo de sentirnos libres y sabedores de la fortuna de la que disponemos, o tal vez es que no se sepa vivir de otra manera o no concibamos la vida sin eso, sin la templanza y el desdén, sin el comentario frívolo y la ausencia de nostalgia a no ser que se hable de cuando éramos niños, de cuando todavía se daba fuego con yesca y los obreros tomaban copas de aguardiente para no temerle al vértigo de los andamios.
Los árboles empiezan a florecer, las naranjas amargas de la exportación están recién recogidas, selladas con el pasaporte del tráfico aduanero, puestas al mejor precio, paradojicamente innacesibles para la sevillanía amante de los frutos de los prólogos de la Primavera. Las plazas lucen sus bancos dados a la espera del paso del tiempo, a la contemplación y la captación de los efluvios aéreos del perfume del azahar. Los niños corren y las bicicletas se deslizan por los carriles de la libertad del cabello suelto; los ancianos no envejecen en su carcoma de seres despiertos, acartonados en su potestad de sabios, en su logaritmo interno de verlas venir y que le quiten lo bailado y lo sufrido, lo aprendido y lo olvidado, lo desconocido para generaciones venideras que no se explicarán cómo era posible aquello que les cuenten. El clima, el tiempo, las cabañuelas que pronostican una Semana Santa lírica y poética, son el augurio de una celebración anticipada con su ya y con su por si acaso, con su no dejar para mañana lo que te puedas beber hoy, con su no al recinto de la melancolía, con sus artes plásticas del reflejo de la luz sobre los mosaicos, con su que la virgencita nos deje como estamos, con su intuitiva tendencia a que quien hizo la ley hizo la trampa.
Hay ciudades empeñadas en la filosofía, otras en el runrun de los números y en el sube y baja de las ofertas del alma, otras en la competencia y en el tedio atroz del qué dirán que no deja de hacerle selfies a su ombligo, otras en el graffiti del más valiente y otras en las escenas de los crímenes a mano armada de las escaleras mecánicas sobre las que vuelan los buitres y se escabullen las cucarachas del estraperlo sin escrúpulos, y hay ciudades como esta, como la ciudad de la Gracia, en las que siente uno tan a flor de piel el legado de la experiencia consumada en otros lugares que puede permitirse el lujo de compartir con sus vecinos lo poco que sabe, esa montaña de cosas imaginadas y vividas, ese almacén de libros envueltos en el papel celofán de lo que ha ido pasando hasta llegar aquí, en esa cuenta del haber de la que no he tenido constancia hasta que no te he conocido a ti.

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