
Dedicar la vida a hacer reír a los demás, a conseguir transformar años de pesadilla social en pasajeros resquicios negros del destino por los que hacer pasar la luz a base de tardes de humor, es una virtud poco usual por no decir imposible. El tesón necesario para luchar contra la injusticia que sufre el ciudadano de a pie en tiempos de negrura y superstición, para rescatar de la tristeza acurrucada en un sofá de skay en el que las familias de los setenta veían con admiración el programa de la tele en el que sabían que iban a encontrar un poco de aire limpio propio de la inocencia de la infancia de manos de unos adultos locos e ingeniosos, es una habilidad y un tesoro del que disponen muy pocos privilegiados. Los payasos de la tele encendían la hoguera del hogar, la carcajada de los niños y de los padres, y la de los abuelos, y las enaguas del brasero se convertían en la patria de las tardes de un invierno fatuo en las aceras de la calle por las que todavía transitaban los grises. El circo cabía en una habitación doméstica en la que se hacía de todo, en la que las madres planchaban y tejían jerseys de lana para sus hijos, en las que se cosía y se leía, en las que se recibía al practicante para que le pusiese la vacuna al enfermo, en las que se mezclaban los cabezazos de las siestas de diez minutos sobre las sillas de la sobremesa con los aromas del café de puchero mientras los niños iban pensando en hacer los deberes. La pantalla en blanco y negro se llenaba de color gracias a la imaginación contagiada por una familia de expertos en poner patas arriba con sus disparates plagados de cordura al vecindario.
Nunca he tomado a mal que me llamasen payaso por fuego que llevara el dardo que quisiera matarme con ese calificativo, si alguna vez fue disparado de tal forma, cosa de la que no me acuerdo, ni jamás empleé dicho apelativo con desdén despectivo seguramente por simpatía hacia los que ejercen una de las más importantes funciones sociales: el reparto de felicidad a través de la ironía y la sencillez del disparate en clave de humor. De hecho me hubiera gustado ser payaso, como Gaby, Miliki, Fofo, Fofito, Milikito o Chaly Rivel; o Como Jordi Poltrona, de la mano del cual he tenido el gusto de visitar las instalaciones de su propio circo y acercarme a las familias que en él viven de esa tan peculiar ambulante manera. Recuerdo a este último en uno de sus más brillantes números, con las gradas hasta la bandera, en Figueras, para el que solo necesitaba de una silla y el supuesto ruido que hace una mosca emitido por sus propios labios para hacer que aquella cúpula casi se viniera abajo; recuerdo un sombrero y unos zapatos, una nariz y una peluca y una canción improvisada, recuerdo una rulot y un camión escuela, un comedor bajo una lona y un trapecista entrenando a cuatro bajo cero. Y hoy, mientras desayunaba y la radio me informaba de lo sucedido, he recordado muchas cosas juntas y sobre todo una de ellas, una imagen, que hace no mucho tiempo ha quedado sellada en mi mente.
Esa imagen a la que me refiero tiene algo de gallina Turureta y del coche de papá, algo de Don Pepito y de Don José, algo de feliz en tu día y de historia consumada, algo que se parece a la satisfacción que debe sentir cualquier persona realizada cuando se dirige al respetable contando en tres frases los trances más importantes de su vida y los secretos de las dificultades de la misma. Me refiero a la última escena de Pájaros de papel, película protagonizada por Inmanol Arias y Lluís Homar junto al niño Roger Príncep, basada en la vida de unos artistas del final de la guerra incivil española y el epílogo de la misma, en la que Emilio Aragón, Miliki, representa la estampa de la consumación humana moderna, el summum de la consagración de la buena gente, y después de haber dicho esas palabras en las que aludía a su niñez, a lo que fue y lo que ha sido, destapa el tarro de la emoción cantando No se puede vivir con un franco hasta sacarle las lágrimas a todo ser que se precie de no ser huérfano de sentidos. Esta mañana, en honor de Miliki he entonado los versos que recordaba de esa canción, cuyo simpático estribillo rinde honor al equívoco y la cordura del vodevil como representación artístico musical, en memoria de Emilio Aragón y no he podido resistirme a enviarle un beso al aire por si me estaba escuchando.