lunes, 3 de noviembre de 2014

Romper a escribir




No sé ni cuando ni cómo, pero el instinto de comunicación mediante la escritura llega de la manera menos premeditada. Los ojos se clavan en algo a la vez que van teniendo constancia de aquello que es accesorio, de lo que rodea lo que están contemplando, y entonces la mente despierta y la descripción ya va haciéndose en la cabeza, como ese chorro de agua que sale por el caño de una fuente y cae formando parte de un todo líquido y uniforme. De memoria se escriben los versos que uno se repite mientras camina con el afán de que al menos no se le olvide el cuerpo principal de ese improvisado poema nacido en el paseo, y ahí comienza lo que después se transformará o no en lo que uno pretendía, o en algo parecido a eso, ya que como dice Muñoz Molina uno acaba escribiendo no lo que quiere sino lo que puede. Todo cabe a partir del instante en el que se denota la presencia de la vida: el rastro del alma y de la luz y de la sombra, del ruido y de la furia y del silencio, del latido o de la pétrea quietud viviente de cuanto nos acompaña y de lo que formamos parte presente y observadora, testigos del transcurso del tiempo y de la evolución como en esos documentales en los que a mucha velocidad se exponen los cambios de las hojas de los árboles o del paso de las nubes. Decía Goethe que la literatura sale de la realidad moldeada por el propio pensamiento, y esa predisposición a moldear, a pulir y a tejer, a relacionar todo lo existente con el mundo interior es la fuerza con la que se tejen los versos más hermosos y los relatos que más reales resultan cuanta más imaginación se emplea en ellos. La vida bulle y la mirada, el atrevimiento de mirar, capta miles de matices que corresponden a poses y a acentos, a ademanes y a cruces de caminos, a minúsculos puntos de apoyo sobre los que sostener la consecución de una idea que hilvana con otra y con otra como un reguero de puntos suspensivos. Dice un amigo mío que él quería escribir pero había algo que se lo impedía, algo que le frenaba el ímpetu, esa duda de no saber por dónde empezar, ese miedo de no gustarse, de parecer trivial, de no transmitir nada, hasta que rompió a escribir. Cómo me gusta esa expresión: romper a escribir, como quien se desata la corbata y comienza a respirar más fácilmente, como quien se ve libre de trabas y camina a sus anchas y sin prejuicios por las avenidas de la creación dándose el gustazo de emplear el tiempo en algo tan lúdicamente enriquecedor, tan atenuante de los malos pensamientos, tan al alcance de la mano del ser humano, tan, como decía un místico sufí, representativo de la geometría del espíritu como la propia caligrafía.

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