domingo, 23 de agosto de 2015

La habitación de Arles


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Siempre me ha impresionado el aspecto de la habitación de Arles, por similitud a uno de esos sitios de descanso en los que a menudo he imaginado que habita el alma de los artistas, esa representación del rincón en el que nadie nada más que uno mismo reposa y se inquieta llevándose bien consigo, dejando correr el tiempo, enlazando el día con la noche en esa especie de locura que consiste en encontrar los ingredientes de un autosuficiente universo en el interior de cuatro paredes. Günter Grass escribió El tambor de hojalata en algo parecido a un sótano que debió ser su particular hueco en su particular Arles, rellenando una hoja tras otra con las andanzas y pensamientos de Oscar Matzerath sobre un pequeño pupitre que le permitía no dar con su cabeza sobre el abuhardillado techo de aquel espacio. Muñoz Molina escribió El invierno en Lisboa en su cuarto de trabajo de un piso familiar de Granada en el que junto a su máquina de escribir siempre había un taco de folios en blanco, un cenicero, un paquete de Marlboro y un montón de fotos reveladas correspondientes a ese viaje de tres días a la capital portuguesa en el que no cesó de sentirse uno mas de los personajes de la trama; ese cuarto debió de tener algo de correspondencia con  la llamada casa amarilla del postimpresionismo, la de Vicent Van Gogh. Juan Carlos Onetti pasó los últimos años de su vida postrado en una cama abatible de un piso de la avenida de América de Madrid, leyendo una tras otra las novelas policíacas que su mujer Dolly le traía en paquetes de una librería de viejo en la que descambiaba las que al vertiginoso ritmo de lectura el maestro había leído en unos pocos días de insomnio por otras nuevas; otro Arles de humo de tabaco y vasos de Whisky y vino mezclado con agua, otro Arles de dedos manchados de nicotina y de ojos saltones que decían conocer a los personajes de esas novelas si los vieran de espaldas por la calle. García Márquez parió Cien años de soledad en una habitación de cuyas paredes parecía que salieran desenfrenadamente los torrentes de colorismo e imaginación con los que se recrea el mundo, la vida, el realismo mágico de los Buendía, durante meses de penurias económicas en los que la única tabla de salvación era seguir escribiendo una de las obras maestras de la literatura universal; ¿cómo sería ese Arles?, me pregunto. Es en cierta manera la utopía de esos hombres la que los hace interesantes, el proyecto amparado en la soledad del lienzo o del escritorio, del bloque de mármol en el que Rafael aseguraba que se encontraban ya las figuras a la espera de ser puestas en libertad, ese ojalá llegar a ser lo que uno es que nos recordaba Píndaro, en un dormitorio que hace las veces de biblioteca y de cuarto de estar, de salón y de pasillo, de recogida guarida de los pensamientos como si de un archivo o un testigo se tratase, como un amigo íntimo con el que confesarse y desvelar las claves, y abrir las puertas y las ventanas para que se ventilen las ciudades por las que uno ha ido pasando hasta acabar aquí, en una habitación de Arles que no hubiera pensado en abandonar si no estuviera empezando a conocerte.

4 comentarios:

  1. Todos deberíamos tener una "habitación de Arles" donde nadie nos molestara.

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  2. Sin permitir que se convierta en una torre de marfil.

    Salud, Dyhego.

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  3. Tù eres la habitaciòn de Arlès, donde quiera que vayas estarà contigo. No la abandonas porque la llevas muy dentro y eso te da más valor. Gracias por escucharme.

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  4. De ese trozo de Arles que uno lleva consigo a veces se sacan fuerzas para viajar a Amsterdam, o a Lisboa, o a uno de esos Macondos en los que refugiarse del temporal. Gracias, ex corde, a ti por tu generosidad.

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