Ver tu cara y tus pasos, tus manos asidas al manillar de una bicicleta, tu contorno que de memoria viene a reflejarse en la memoria; unas botas con aspecto de esos mocasines de andar por casa que calzan quienes saben encontrar la comodidad a pie de asfalto y de acera y de pedal, unos labios pintados de rojo iluminando el eclipse del encuentro en una alargada y soñolienta mañana paseando La Ciudad camino de un cajero, en un mediodía protagonizado por el contraste entre el edén de las aceras soleadas y el polo de las inundadas por la sombra, es ya uno de los regalos caídos del cielo, una boya en el mar del azar que siempre cumple su función y su papel, un no saber qué decir con la voz en un puño, un acontecimiento. Ver unos cabellos rubios y rizados como los tirabuzones de la intuición incita a resucitar, a querer que ardan todas las tardes, a pensar instantáneamente en castillos en el aire, a salir volando desde los acantilados de la libertad. Por una especie de premonición surgida a partir del momento en el que se le huele la luz al día sabe uno que se topará con la Magia. Ver unos ojos sinceros, auténticos, fieles, pertenecientes a un Ser Humano de mente privilegiada, es la mejor de las recompensas a las que pueda aspirar este solitario andante entre la gente. Uno camina por La Ciudad buscando lo que sabe y no sabe que encontrará, con esa indiferencia trufada de temor y de inocencia, con esa cautela fundida en la emoción anticipada, con ese no explicarse nada que no anhele la paz, la calma, la sana reflexión, en fin cosas a lo Tzvetan Todorov. Hay imágenes que no se pueden olvidar.
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domingo, 25 de febrero de 2018
Imágenes
sábado, 17 de febrero de 2018
Los comentarios
Escribir en un blog supone tener muy claro que la vocación es uno de los ingredientes principales de la escritura, por respeto a quienes escriben, por la propia ignorancia con la que uno se defiende en este mundo, porque escribir es un acto de la conciencia y un destape del escritor, y eso es algo que hay que hacer con mucha cautela y con la suficiente dosis de paciencia durante el periodo de aprendizaje, que dura toda la vida. Pero escribir en un blog no sólo significa publicar una entrada detrás de otra e ir viendo cómo engorda el número de retales publicados, no; escribir en un blog es una forma de terapia, una limpieza, una catarsis, una salida hacia el frente de lo desconocido, una necesidad, un banco de pruebas en el que el neófito se entrena ensayando su día a día, unas veces mejor que otras y en ese plan. Por un instintivo gesto de conciencia me lanzo a escribir lo siguiente, estimados lectores a los que me duele en el alma no disponer de fuerzas para contestarles, dirigiéndome fundamentalmente a aquellos que generosamente suelen pasar por aquí publicando sus comentarios e incitándole a uno a seguir escribiendo, escrito sea de paso; es tan importante la gratitud como la humildad. Quien escribe en un blog lo hace para él y sospechando que alguien pueda leerlo, porque es raro frecuente que tenga ningún tipo de repercusión, ni el más mínimo interés para el común de los mortales que gozan de disponer del privilegio de la lectura dentro de su ramillete de aficiones, su pseudoliteraria presencia. Romperé hoy uno de los principios que según Hemingway ha de sostener todo aspirante a escritor, que es el de no tratar de explicarse, o sea de justificarse ante el fracaso, que es el fiel reflejo de la cobardía, con la confianza puesta en la excepción que cumple la regla. Me explico: el hecho de que en las últimas entradas no esté contestando a los comentarios que todos ustedes aportan responde a que la escritura necesita de la nobleza del silencio de la escritura, haciendo por si misma lo posible por ser un pez en el agua a la vez que los estímulos vitales sincronizan con las coordenadas de la Naturaleza, un noble silencio refugiado en el nulla dies sine linea, tras de lo cual sólo quedan fuerzas para dormir uno más o menos tranquilo después de haberse mentalizado para conseguirlo. Toda mi admiración hacia ustedes.
domingo, 26 de noviembre de 2017
Diario de Noviembre XXX
Qué sería de nosotros sin nuestros desconocidos puntos de apoyo, sin esas boyas que flotan en el mar de los recursos con los que se va formando el mundo propio, esas señas de identidad que pasan desapercibidas a sabiendas sólo de quienes mejor nos conocen. Nadie sabe nada de nadie, nadie sabe dónde se encuentra la piedra angular que describe la trayectoria de los pensamientos de quien se encuentra enfrente pensando en lo que va a decir mientras le hablamos, y viceversa, y al contrario y a la inversa. Pero siempre fue así hasta que ha dejado de serlo; a ver, Querido Watson, esto cómo se come. Mire usted, para empezar debería usted usar los signos de interrogación. Y el contexto, es que/qué no da pie el contexto a la locución interrogativa. Antes de lo de la locución interrogativa y sus milongas, porque no son nada más que milongas su costumbre de andar por ahí escribiendo así, mire usted en el diccionario, busque en las enciclopedias, indague en los libros de texto, subraye los ensayos, copie las frases que le interesen/interesen o más le interesen en un cuaderno, saque un minuto de donde no lo hay para leer, cómprese algún manual de ortografía, lea como si no hubiese un mañana, toque el piano del teclado y el violín afinado de la punta del lápiz sobre el papel, y cárguese de humildad y de sueños sin caer en la resignación; le digo, contemple La Ciudad como si se tratase de Macondo, de Comala, de Mágina, de Santa Marta, de Azufaifa.
lunes, 6 de noviembre de 2017
Ordenar una biblioteca
Ordenar una biblioteca tiene algo de estudio en sus movimientos, en la cara que se pone al leer el nombre de un autor desconocido hasta el momento, en ese instante en el que pasar un paño por los cuatro puntos cardinales de cada ejemplar es una terapia de origen oriental. Cada libro que transcurre por las manos de quien se dispone a la labor de la clasificación guarda el silencio de los exámenes, y el placer de las caricias sobre los lomos de los textos cuyo magnetismo es una de las fuerzas de atracción comparables a la de la gravedad. Los libros son como seres activos que con su presencia atestiguaran el respeto que le debemos a quienes se han esforzado por dejar negro sobre blanco las huellas de su pensamiento, del pensamiento humano, de la historia, de las reflexiones a cerca del comportamiento de las diferentes sociedades, de la Sociedad, de lo que somos a partir de lo que fuimos, de lo que seremos como sigamos así, de lo que no se sabe y menos mal, de eso en exceso y así todo seguido hasta el final, como diría Umbral. Cada volumen de una colección confraterniza con sus semejantes en la aleación propia de los buenos equipos. Títulos y nombres de escritores y de ciudades, de personas y paisajes, de fechas y paraísos por encontrar en la lectura; editoriales, dedicatorias, notas que el lector interesado dejó como fruto del alimento recibido; espacios cóncavos y convexos, maderas que sostienen el edificio en el que se hospeda la sabiduría, el peso del conocimiento, la receta para quienes aspiren a poetas, a filósofos, a pensadores, a escritores que sepan estar en su sitio. Todo está en los libros. La paciencia con la que se disfruta del ejercicio de ordenar una biblioteca no es paciencia, es otras cosa, es estado de plenitud concedida/concebida, es oportunidad de involucrarse uno en lo que ama.
Diario de Noviembre XVII
Tiene La Academia, los domingos de cuya presencia abierta al público por la tarde uno se percata a medida que aproximándose a ella comprueba así como la apertura de una de las dos persianas que flanquean su fachada tras de la cual se adivina la tenue luz de unas lámparas interiores la poética presencia de una pizarra posando sobre la acera, un aire de Club de los Poetas muertos. Entra uno en la Academia sabiendo que saldrá de allí cambiado, otro, cuestionándose comentarios que han sido emitidos bajo el influjo estelar del lúpulo y la cebada, bajo lo que el archivo de la mente del Tabernero se anda barruntando, con esa mirada inteligente que escucha y digiere y desecha, en ese contexto tan cómodo y fiable que transmiten los lugares a los que uno se acerca con la presunción de algo bueno, volviendo a ese ejercicio de la memoria que consiste en recordar lo que se ha dicho, lo que ha sido hablado, lo que ha sido contemplado, cuestionado, analizado, comentado, contado, discutido, admitido y refutado, hilvanado en la dialéctica de unos cuantos seres civilizados, escuchado y oído, visto y atisbado, vivido en el trecho de autopista del rato que duran unas cervezas compartidas para las que además goza uno de la compañía de quienes le hacen sentirse de La Ciudad. Puede que la fe que le tengo a algunos metros cuadrados de este mundo venga de esa infancia pasada entre gente de todo tipo que concurrían el negocio familiar en el que transcurrió parte importante de lo que soy. Existe una relación directa entre lo que somos y lo que nos recuerda a lo que fuimos que nos lleva a tener esa querencia propia de quienes buscan sus orígenes en lo que más cerca tienen. La Ciudad, donde vivo, es un corazón con chaleco antibalas contra la pólvora del aburrimiento, una mujer que sabe querer, un alma y un cuerpo y un esqueleto, un pulmón y un corazón que no se pudre de latir; La Ciudad son/es unas cuantas/un montón de calles que hablan, un dédalo de travesías enroscadas; La Ciudad, donde vivo, se le presenta a uno después del ayuno/desayuno con mil promesas debajo del brazo, con un par de lazos con los que anudar el duermevela y dejarlo ir a su crítica guarida de razones/sinrazones, de religiones plasmadas en las manías y en las austeras pertenencias, en las formas que delatan, en los abrigos que abrigan rimando con amigo en los consuetudinarios prejuicios, en el subir y bajar de las nubes de esa contagiosa esperanza que nos auna olvidando preguntarse por qué. La Academia es un lugar al que yo me acerqué por primera vez siguiendo el itinerario que me había diseñado mi radar mental para ir a la biblioteca Alberto Lista de la calle Feria, y fui a parar allí, aquí, a La Academia. Hay partes del día que uno se reserva para darse el gusto de hacer algo, aunque solo sea por unos minutos, o por un rato que es cuando se tiene la certeza de que uno está y estará en su sitio, en su atmósfera, en su hábitat natural.
sábado, 4 de noviembre de 2017
Diario de Noviembre XVI
Despertar con la sensación de que en unos instantes el hogar olerá a café es uno de los regalos de la vigilia. Todos los sábados por la mañana hay un pan recién salido del horno dispuesto a ser disfrutado: la crónica de Muñoz Molina en Babelia, que hoy va sobre Zuloaga. No hay nada para un aprendiz de escritor como meterse en una voz admirada. El goteo del agua que ha quedado en los tejados se parece al sonido de las manecillas de un reloj con el que la Naturaleza nos hiciera disfrutar de la calma después del chaparrón de la madrugada. La lluvia interviene en nuestro estado de ánimo, como el sol y la sombra y la penumbra y la claridad y la transparencia y los truenos y relámpagos de la tempestad, como las sacudidas del viento sobre las ramas de los árboles, como la presencia de las nubes más dadas a adivinar formas en ellas, como el espejo de los charcos y la humedad de los zócalos del casco antiguo. Plácida mañana en la que el Bolero de Ravel se impone como marcha nupcial ante lo que vaya a dar de si el día. Las flautas y el ininterrumpido son del tambor le hacen a uno sumergirse en los dédalos de los sueños más recientes, en esa incertidumbre cargada de bondad, en esa patria querida por la soledad, en esa guarida para escuchar la música que a uno le viene en gana arrebatado por el azar a pesar de la repetición; señales. Pensarte ahora es como sentir el beneficio de la cercanía por lejos que estés. Dicen que hoy hay partido, y según el percal creo que han querido decir que hoy juega el Sevilla. Me amodorro en Telegraph road y sigo escribiendo, haciendo de las mías con la cantidad de neuronas conectadas que me quedan ¿Queda algo que contar después de lo dicho? Pues claro, y si no que se lo pregunten a Fernando Pessoa.
viernes, 3 de noviembre de 2017
Diario de Noviembre XIV
No hay nada como el papel en blanco, blanco marmóreo u opalino por las irradiaciones a las que es sometido el iris de cada uno de nuestros ojos, por la certeza de la costumbre de ponerse uno a escribir; ese papel en blanco como la frescura del recipiente en el que indagar a base de frases o brochazos, de pinceladas y de golpes, sones, detalles, tildes, hiatos, diptongos, triptongos y términos inventados, ingrávidos y gentiles, sutiles como el recorrido de la punta del bolígrafo sobre el campo desierto del papel, del futurible galimatías de líneas y flechas y notas a pie de página. La armonía que no cesa en el acto de escribir es comparable al tocar del baterísta una larga pieza de jazz con escobillas, paladeando la palabra ahora o nunca, en este instante, irrepetible instante de la historia de uno mismo, el monosílabo del contrabajo, haciendo suyo el sonido de la interpretación, de la traducción de cuanto se piensa en escrito, el latido de la nota que no quiere dejar de sonar y se las apaña para continuar en el engranaje de la íntima dialéctica del vocablo, de ese fiel acompañante en la corrección, en el tímido reflejo de la réplica, en la anestesia contra la muerte que supone escribir. La pulsión de la escritura es así: se mete de noche en el subconsciente de los sueños y amanece con ganas de contar. Se escribe por no llorar, por reír celebrando lo que se tiene cerca apreciando en ello la cualidad de lo auténtico; se escribe por mantenerse uno en forma con el lápiz y el teclado, con la razón de ser de la expresión, con los ejercicios de gimnasio del diccionario; se escribe para decirse uno las cosas a la cara, para reconciliarse con el presente, para encontrar una salida, para ordenar el pensamiento. La atmósfera prevista para mañana y pasado es inigualable para la poesía: lloverá. La lluvia y la lectura van de la mano, se acompañan como el aire y el fuego, se dan vida la una a la otra en ese trueque de sensaciones que genera la humedad exterior. Un hogar en el que pueda uno estar al resguardo de la lluvia, aún sintiéndola, es una bendición. El tiempo pasa.
Diario de Noviembre XIII
Escucho Abba mientras escribo esto, acordándome de ti y de tu gusto por escuchar música mientras paseas; conecto así con las inseguridades laborales del presente de las que tratar de sacar algo en claro. El ritmo de las canciones de este grupo, su sutileza de armonía alegre, tiene la capacidad de llevarlo a uno por diferentes caminos del pensamiento, haciendo posible ver múltiples colores en lo que hay, en lo que se avecina y en lo que hubo, en lo que habrá y en la incertidumbre siempre latente para quienes sienten algo por el pulso de los días, por la emoción de saber qué va a pasar. Según los pronósticos meteorológicos a estas horas debería estar lloviendo en La Ciudad. El cálculo infinito de la mente supone una predisposición a cuestionarse hasta qué punto conviene darle demasiadas vueltas a las cosas. He mantenido una conversación con un tal Pepe, en el bar de la esquina del pasaje Trajano que tan buenas cañas despacha; no nos conocíamos de nada pero él parecía tener muchas ganas de hablar; ha empezado diciendo que lleva nueve meses sin fumar y ha terminado dándole un repaso a la actualidad reparando siempre en el aspecto de la perspectiva, de la retrospectiva con la que se ven las cosas para poder analizar la historia. No dejo de sorprenderme de lo curioso del azar, de su capacidad para reunir en unas cervezas la sinergia necesaria para que la hipótesis de la concordia sea posible. Me acuerdo ahora de Nicanor Parra, de su talento para entender el devenir del todo al que pertenecemos, de su tendencia matemática e instintiva, de sus ganas por saberse él por encima de todo sin dejar de formar parte del mundo que le ha tocado en suerte. Los poetas son una especie que jamás podrá estar en extinción, que sobrevivirá a las inclemencias de la mentira y de la desafortunada presencia del mal, siempre herido y contrahecho, siempre vengativo y egoísta, siempre parco en palabras reflexivas con tendencia a la esencia del humor, del Amor, de la vida que fluye y no se detiene; he ahí su gracia, porque los poetas no se detienen en la demagogia sino en el polen del aliento vital.
Diario de Noviembre XII
Se confunde de tal manera el idealismo con la imaginación que se están perdiendo las utopías con sesgo de progreso humanista. Nos estamos quedando parados en la acción inmediata y práctica, en la prisa que lo envuelve todo, en lo perentorio, sin pararnos a pensar en la necesidad de la lentitud para que el guiso haga chup chup. Se nos están yendo de las manos muchas de las presumiblemente cosas alcanzables, por culpa del desaforado estímulo del comercio. Hablo con un amigo por teléfono y más de lo mismo sin final feliz; todo se andará. El ideal nos persigue o nos suelta de sus riendas a mitad de camino; hay ahí una ecuación sin resolver, hija predilecta de la filosofía de los hábitos, de las costumbres, de los viciados gestos hasta convertirlos en formas, en seres del movimiento que transmite más que las palabras. El pasado se atiborra de incertidumbre a partir del momento en el que no encuentra salida el discurso de la inseguridad; por eso ahora no hay quien se ponga de acuerdo, porque ni unos ni otros se fían de nadie; cuidado que eso cala en la sociedad, haciéndonos más presumiblemente indolentes encerrados en nuestro camarote. No es fácil ser ciudadano de La Ciudad, es algo cuya confirmación algunas veces se siente, y se disfruta y se saborea, y se contempla y se bebe y se charla y se discute con sentido común, y se lleva a los confines de un chiste o se fuma con la pipa de la paz de los lugareños. Escribo bajo el impulso de la ilusión de sentirme a gusto, haciendo formar parte a esa inercia del terapéutico ejercicio de aprendizaje que supone este hábito, esquivando comas, cuestionándome puntos y comas y singulares o plurales que vengan a ponerse de acuerdo, adverbios y artículos que tiemblan o que se esfuman sublimándose a la primera, poniendo tierra de por medio entre lo que se piensa y lo que se escribe, dándole una vuelta de tuerca a las ideas hasta completarlas, hasta dejarlas sentirse ellas mismas sobre el papel. El recuerdo de un aroma vuelve a ser el bálsamo del equilibrio.
Diario de Noviembre XI
La realidad se disuelve en ingrávidos fotogramas, en curvas sobre el asfalto del circuito de Formula Uno de la vida, en las esfervencentes Aspirinas de la adrenalina del carpe diem y en esa otra versión más contemplativa del tempus fugit, en la realidad que se imagina el pensamiento mientras sueña. Ha llovido durante la madrugada, y el sonido del agua sobre las hojas de las plataneras le ha aportado un fondo de música clásica al duermevela, acurrucando la cabeza en la almohada en busca de un punto de fuga derivado de la inspiración de la melodía de las nubes. Las cuestas se suben al son del soniquete de un Bolero de Ravel, del Bolero de Ravel. Las noches son más largas que hace unos días, los amaneceres se presentan más despiertos en si mismos a eso de las ocho, cuando una de las máximas aspiraciones reside en que la cafetera inunde de aroma a café el hogar haciendo despertar a las plantas de los pies y a las del patio y a las del ramal que me conecte con la realidad circundante, habitable, respirable y fecunda en decir buenos días, Amor. Hay crucigramas por todas partes, en el limbo y en el combate, en la sensatez y en el disparate, en las palmas de las manos y en las suelas de los zapatos, en el paraguas y en la bufanda que pide paso, en la calma chica y en la marejada, en el color de los lápices y en el nudo del cordón de la bota izquierda. La luz que nos despierta se adormece en nuestro trajín, dejamos de verla, nos echa de más, así prefiere quedarse a un lado y esperarnos al alba siguiente. La naturaleza nos habla. Las cosas son como son. Hay un aire de tranquilidad en el posarse los dedos sobre las teclas que lo asemeja a un improvisado piano que tratara de acompañar la sonata que ahora suena en el apartamento. Hay obra en el piso de al lado; todo el mundo tiene derecho a sus reformas exteriores e interiores; el ruido de un taladro me taladra los oídos; cesa el ruido y la paz vuelve conmigo. Lázaro, levántate y anda.
viernes, 27 de octubre de 2017
Diario de Octubre VIII
Hasta qué punto se nos acaba la mecha es algo que hay que plantearse. La mecha es un camino que puede estar equivocado de raíz, por los influjos de una tendencia masoquista a ampararnos en el desvelo y en el mal endémico de la desidia, de modo que al tanto con la mecha. La mecha, nuestra mecha, es algo a lo que se le prende fuego con la energía de nuestros instintos, de como mínimo proponernos tener las cosas claras. Ahora suena Once upon a time in the west, bonito tema con el que abre aquel fantástico directo llamado Alchemy, y tengo ya la mecha suficiente; esto me lleva a pensar en la cantidad de mechas sin encender y plagadas de sentido común que nos rodean, ausentadas de la participación, en huelga de celo por desencanto, arrinconadas viendo crecer la hierba en las aceras. La mecha, la que me lleva a escribir y la que nos lleva a la obligación de vivir, es un devenir que ha de tener claro desde el principio que las cosas son como son pero, ojo, sin de dejar de plantearse porqué son así y no de otra manera. Esto de ponerse a escribir en plan filosófico y sin aparentemente nada que contar es un sufrimiento lúdico del que siempre sale uno con la sensación de estar vistiendo un traje al que no le han sido metidos los dobladillos. Esa inercia inconcreta e inexacta del mero fluir es un ingrediente básico de la emoción, sin la que nuestra forma de actuar deviene en inapetencia programada. La mecha me atrae porque en ella encuentro el comienzo, el ajuste, la razón, el punto a partir del cual se inicia la página en blanco, el destello de lucidez que uno no consideraba propio, la meta en sus alrededores, la impasible contumacia de los vagabundos llamados Diógenes que tan a las claras nos demuestran su hipérbole real. Entre tanto sosiego espiritual se le van a uno las ideas de la cabeza; es irremediable, o no, el caso es que digo yo que tendremos derecho a administrar nuestra hambre, nuestra presencia.
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Diario de Octubre VII
La indecencia se despacha en los despachos y en las reuniones en las que lo más importante es el tiempo que pase para que quienes se encuentran afuera (fuera de esa partida de ajedrez en la que consiste la constitución de un equipo en estos tiempos en los que valorar solo el fuerte del individuo ya está pasando factura) piensen que se está hablando de cosas importantes. La indecencia es supina cuando creemos que el resto son tontos, que no tienen a dónde ir, que de esta apática situación de status quo en la que la mayoría se encuentra no es tan fácil salir. Hay un algo de posesión en los sistemas directivos actuales que les hace confundir la libertad porque ni siquiera piensan en ella. La libertad es un bien que debería legalizarse, un acto reflejo del instinto de supervivencia intelectual. Me da miedo pensar en el devenir del pensamiento libre porque no dejo de asombrarme de la cantidad de gente que escribe en los periódicos, de la cantidad de cartas al director y de breves ensayos en forma de artículo que aparecen en las páginas de los diarios, atiborrando el hueco como si de un terror al vacío se tratase, pero después nada pasa salvo el tiempo. Todos tenemos acceso a quejarnos y a decir lo que pensamos, a explayarnos por las explanadas de esta boca es mía, solo que con una sensación de inercia mortecina y a fuego lento, a descrédito de la esencia, a amapola holandesa decorando los campos ficticios para las abejas, para las hormigas, para los bichos raros, para los insignificantes insectos del orden del día. Se están cayendo algunos de los recortes de cartulina que adecentan el blanco cal de las paredes de mi apartamento; parece que las cosas nos hablasen, que nos transmitiesen el sentido último de lo inerte y etéreo, de lo superfluo y común, de lo por desconocimiento llamado accesorio por no caer en la cuenta de la estabilidad que depende de esas minúsculas partículas que nos acompañan. La lente del interior de los poetas es un crucigrama sin descifrar muy dado a asombrarse del mecanismo de un lápiz.
Diario de octubre VI
Por hache o por bé, como quien no es capaz de abandonar un vicio, voy dándole cuerda a mi transitoria y lenta y osada e inexperta andadura por los confines de este blog, de estos Peces de hielo que se convertirán en piedra o en longaniza, en esmalte o en guorever nunca me atreví a escribir. No sabe uno lo que dice ni lo que escribe, todo se lo inventa el subconsciente; hagámosle caso a lo que nos pide el alma, pues. Ponerme categórico se me antoja antojadizo, hijo no querido, otra cosa; ahora bien, decir jelou sin ser un sinvergüenza es un detalle que hay que tener en cuenta en el desierto. La de veces que me dije no sé de qué escribir, ni de cómo escribir, ni de a cerca de qué escribir sin repetirme, ni de no cómo es que no me imagino el mundo sin escribir; pero siempre escribe uno sobre lo mismo, amasando pensamientos en una espiral centrífuga hacia la explicación de cuanto sucede. La paciencia nos aporta la secuela de lo algunas veces conseguido, hay que atreverse a mirarlo, a no dejarlo escapar. Voy alternando las lecturas, y entre ellas destaca La llama doble de Octavio Paz; qué erudición más bien expuesta, qué lucidez y sentimiento le ponía este hombre a sus pensamientos, qué cabeza más bien amueblada. Por otro lado tengo a mi vera Una habitación propia de Virginia Woolf; siempre me atrajo lo de la habitación propia, lo de ese sitio en el mundo en el que poder uno estar a sus anchas con sus castillos en el aire, con sus fabulaciones y notas y libros y lápices a mano. Hay en mi mesa un recipiente, una pequeña olla, llena de frascos de témpera, y sobre la mesa camilla del estudio una carpeta en la que duermen los dibujos que de un tiempo a esta parte he ido elaborando como quien se mete en el interior de un mar que le devolviese la mirada. Se pone uno a dibujar y sólo por el placer que le producen el sonido de las cerdas del pincel se instala ya en esa esfera a parte de la existencia que se ve nutrida y completada por el acto del dibujo. Todo lo que tenga que ver con el arte tiene que ver con la medicina, con la aproximación a un mejor estado corporal y mental.
viernes, 6 de octubre de 2017
Escuchar tu voz
Siento devoción por los Nocturnos de Chopin desde que leí el diario de Wladyslaw Szpilam, el pianista del Gueto de Varsovia. Son pocas las mañanas en las que, junto a la taza de café humeante y el primer cigarrillo del día, no aparece Chopin para alegrarme esos estiramientos del despertar que consisten en ir poniéndole a uno a tono con el presente recién pintado. Hay qué ver cómo se nos escapa el tiempo. El tiempo en la música lo es todo, y el silencio la culminación de su esfera. Sale uno al paso de la escritura como medio para resarcirse, para encontrarse mejor, para sentirse vivo en esta época de intempestivas algarabías vocingueras. Como más o menos todos, o digamos que una inmensa mayoría, hago de mi capa un sayo, me adormezco sin quererlo, me narcotizo con fantasías. La música clásica es una de las fantasías más productivas para el desarrollo del intelecto que hayan existido nunca; y ahí voy, sin acordarme si quiera de lo que acabo de escuchar, sin pararme a pensar en el momento de la creación de esa melodía que me hace mejor de lo que fuese si no fuera por Chopin, nadando entre libros que se adocenan y no se leen, y se miran y se tocan y se dejan hojear, acariciar, en este acantilado de ensoñaciones diarias desde que tenía catorce. La fragancia de las teclas de un piano es comparable a la mejor de las valerianas con las que sucumbir al esfuerzo diario yéndose uno a dormir tranquilo, en paz con los vivos y con los difuntos, con las autopistas del desenfreno y con la calma del hogar, con todo lo que tenga que ver con seguir teniendo ganas de escribir gracias a una voz. La voz, la música, el presente; parémosnos a pensar. Una de las cosas que se aprenden de la lectura de la buena literatura es a responsabilizarse uno de lo que dice; otra cosa es lo que escribe. Qué lindo escuchar tu voz.
miércoles, 16 de agosto de 2017
De oído
Escucho a Mendelssohn y me viene a la cabeza una época en la que la más importante de mis dedicaciones era ir a la biblioteca y hacer de mi casa una sala de estudio en la que reinase la paz, desde una de cuyas ventanas se podía contemplar un paisaje de tejados, en la que los ruidos domésticos de los vecinos era recibido con el agrado de quienes se encuentran a gusto, a lo suyo, realizados, como en un remanso de paz que fuese capaz de sostenerse en un tercer piso de la calle Rascón de Huelva; entonces adopté el hábito de además de los libros coger también en préstamo cedés de música clásica, sin orden ni conocimiento, al tuntún, dejándome sorprender por la maravilla de la estructurada amalgama de una orquesta, deleitándome con lo que escuchaba, perfumando aquel piso con el aroma de las partituras sosegadas que me transportaban al limbo de un mundo aparte. Precisamente porque me cuesta mucho trabajo elaborar una memoria musical me gusta ir cambiando de intérpretes y compositores, después de un rato de escucha no me acuerdo del nombre de nada, ni de las canciones ni de los Opus ni de la sala que con tanto entusiasmo describe el locutor de Radio Clásica o de Radio3. Escucho a Pink Floyd y es inevitable la imagen de un joven frutero de mi pueblo que tenía decorado su puesto de hortalizas con ladrillos en homenaje a la banda británica. Los Beatles ocupan un lugar importante de mi infancia así como Alan Parson, Jean Michel Jarre o Mike Oldfield, Triana. El oído y el olfato están conectados por la memoria, se abastecen de ella mirando atrás y relacionando el presente con los datos archivados, con las sensaciones, con el interés que en un momento dado se le puso al aprendizaje de algo. La música se aprende a tocar y escuchar. La música nos devuelve la parte de nosotros mismos que hemos ido dejando en las huellas del camino; nos enlaza con lo que somos mediante la alfombra mágica del sonido. Anoche le pregunté a uno de los músicos que estaba actuando en el Coltrane que si a él le entraba por el cuerpo la sensación de estar en un viaje cada vez que hacía uno de esos solos de trompeta versionando a Miles Davis, y me contestó que sí; he ahí la función transportadora de la música.
lunes, 7 de agosto de 2017
Diario de agosto II
Me despierto comprobando cómo inunda la luz el estudio en el que vivo; ayer retiré todas las cortinas y el efecto de esta mañana ha sido como una de esas vigilias que te hacen dudar del sitio en el que estás pareciéndote que acabas de entrar en él. Estos cuantos metros cuadrados, cuya puerta hace ahora dos años abrí por primera vez, una tarde en la que como en un espejismo vi lo poco que necesito puesto en su sitio, son mi patria más cercana; aquí me caliento el tarro y le doy color a las láminas del psicodrama.
Cómo pasa el tiempo; anda el concepto Tiempo detrás de mí más de lo habitual en estos días. El último síntoma de mi degeneración ha sido que esta mañana he echado en falta el reloj. Santana de fondo junto con una taza de café y un cigarrillo son ya un motivo para sentarse a escribir, para quitarle las telarañas a las tribulaciones. El humo del tabaco y sus musas decorando la perspectiva del vistazo sobre las aspas del ventilador en forma de tenue penumbra, aportándole un toque esponjoso a la contemplación, a este ensimismamiento en mí mismo que me trae por la calle de la amargura, ocupa su lugar entre el romanticismo y la tristeza; de todo tiene que haber para que el aprecio a lo por venir sea la mejor versión de lo que se ha perdido.
Últimamente noto como si se hubiera apoderado de mí una cierta tendencia a la desidia, a la vagancia extrema; a penas tengo fuerzas para poner en orden alguna nota y para salir a la calle a ver si encuentro algo que apuntar mientras bebo cerveza y escucho música con los cascos puestos, a lo mío, sin más interés que el de la libertad, escabulléndome de la ansiedad y del aburrimiento, engañando al fracaso moviendo las palabras de sitio, tachando, dibujando flechas y símbolos para no perderme, boyas en el mar de la inseguridad. Me siento perdido, ido, confuso, irresponsable, destartalado. Cuánto desorden. Tenía pensado dedicarle este mes de agosto al borrador de algo que hacía meses que me rondaba la cabeza, algo referente a mi oficio, pero he llegado a la conclusión de que no es lo que me pide el cuerpo, que cada vez que me pongo a pensar en ello me sabe a vino que necesitase de más crianza; y lo dejo ahí, por los aires del subconsciente a la espera del toctoc que venga a decirme que ha llegado el momento de ponerse manos a la obra. Cuántas dudas. Al cuerpo hay que hacerle caso. El cuerpo y el pensamiento, binomios que han de entenderse para dar un paso al frente. De momento es La Ciudad la protagonista, y una melancolía a la que hay que decirle basta; hasta cuándo.
Sondeo los libros de los que dispongo y sale a mi encuentro el Libro del desasosiego. No sé si estoy preparado para meterme de lleno en la voz de Pessoa, pero hay en él algo que me llama; es uno de esos libros/torrente/autores que he ido leyendo muy desordenadamente a la par que he ido trazando una especie de rayuela lectora, abriendo por aquí o por allá, dejando que juegue su papel el azar, sobre algunos de sus libros de poemas y sobre esta biblia de la reflexión interna. El respeto que le tengo a algunos libros está muy cerca del miedo a salir de ellos cambiado, alterado, perturbado, mediante esa desconocida forma que me de con la verdad en las narices. Wake up and walk/ Wake up and read. La lectura es una relación en la que hay que ejercer una cierta dosis de irreverencia para mantenerse a salvo de las profundidades de las mentes más agudas, saboreándola.
domingo, 6 de agosto de 2017
Diario de agosto I
Hace días que no escucho las noticias, ni las veo salvo los destellos de realidad embadurnada de imaginación que recibo mientras paseo; eso también son noticias o nos pueden acercar a pensar qué han dicho las noticias. El mosaico de La Ciudad es como la paleta de colores del pintor al que se le encarga la obra de arte del amanecer contemplado con La Giralda de fondo. Todo el mundo habla del tiempo, del calor, de los números en los termómetros, del lío del gobierno y de los precios del carné de socio para esta temporada, de la muerte de Ángel Nieto y de su astucia para permanecer siete vueltas al rebufo del primero hasta encontrar el momento del hachazo; qué tiempos aquellos los de Tiempo y Marca, plácidos domingos de la infancia a los que yo le ponía color blanco. Todo el mundo va con su novela a cuestas y se saluda con bondad; la gente toma café y se intercambia cuatro datos triviales, contraseñas, dichos, refranes, y la capacidad deductiva se pone en marcha. La inteligencia/suspicacia de los contertulios de una reunión momentánea va tan rápido como el rayo. El trazo largo en la dicción de las sílabas del habla del Sur es ya una pista de la ondulación a la que puede ser expuesto el contexto. Quedo con un amigo para charlar, para darnos las últimas novedades, para ponernos al día, y el hilo conductor de la conversación está impregnado de escucha, cosa que me hace sentir feliz; porque ahora más que nunca, debido al amasijo de derivaciones con aspiraciones a adormilar al rabaño, la escucha es un bien preciado, en alza, minoritario, exquisito, caviar Beluga del día a día. Hay en la escucha que se ejerce sobre nosotros un aposento para la complacencia, en cambio escuchar a los demás como se merecen no siempre nos sale, invadidos por el pensamiento sobre qué decir a continuación; eso es algo que me pasa frecuentemente, y me da rabia no tener la habilidad de la escucha bien sintonizada en muchas ocasiones que se lo merecen.
Esta mañana he leído ocho o nueve páginas de Alejo Carpentier y me he quedado impactado; he cogido un libro al azar del estante de una librería y ha sido como una llamada; la de veces que he visto ese nombre escrito, la de veces que lo encontrado en un artículo o crónica cultural, y nunca me había decidido. Leo ocho o nueve páginas de El acoso y siento la palpitación de una prosa cargada de metáfora, una capacidad descriptiva a base de frases cortas de sublime adjetivación. Me decido a comprarlo y unos cuantos minutos después, al pasar por la puerta de otra librería entro y voy de nuevo en busca de ese nombre; me hago con El siglo de las luces, cuatrocientas páginas de recreo y de reparto de sabiduría, de sutilidad, de lenguaje poético, de color y de una acción detenida en el detalle esbozado por el vocablo exacto; qué envidia.
lunes, 24 de abril de 2017
El teatro de los sueños
Paseo por la sala del restaurante en el que ejerzo, acompañando a un joven candidato a formar parte de nuestro equipo, y a la vez que le voy describiendo el escenario no dejo de sorprenderme de hasta qué punto pueden algunos lugares formar parte de nosotros: Old Trafford, el teatro de los sueños en el que cada día repartimos felicidad y nuestros movimientos se acoplan acompasándose con los movimientos de los clientes, con sus sonrisas y diálogos, con sus poses de seres humanos predispuestos al goce que supone percibir el halo de bienestar que desprenden las paredes de este templo en el que descubrí hace ahora veinte años el significado de la palabra estilo. Siento que aquí han transcurrido algunos de los momentos más importantes de mi vida profesional, y parece como si las cosas me hablaran, como si se dirigieran a mí en ese estado de reposo y silencio en el que el comedor se encuentra por la tarde, a esa hora en la que ya no queda nadie, ocasión ideal para entrar en conversación con los enseres, cuando los manteles plegados en las esquinas de las mesas son la firme prueba de que ha habido alguien limpiando, cuando por las ventanas del salón principal entra esa inconfundible luz de Sevilla que en forma de brillos reflejados sobre los platos de presentación parece como si acentuara las esdrújulas de la porcelana. Hay lugares que van escribiendo nuestra historia, que nos van haciendo ser conscientes de todo lo que nos ha sucedido conectando presente con pasado tendiendo los brazos de la creatividad sobre un futuro que se encuentra a la vuelta de la esquina de mañana, en nuestros ademanes y costumbres y formas de hacer, en cada vez que ponemos en práctica lo que hemos ido aprendiendo. Hay que dar muchas vueltas para volver al mismo sitio. Después de ir y venir de un restaurante a otro a lo largo de dos décadas, incluyendo momentos en los que estuve a punto de dejar el oficio, cada vez que reparo en cómo regresé aquí hace ahora dos años y medio no dejo de asombrarme de cómo los cruces de caminos me han llevado hacia un destino que no estaba ni en el más delirante de mis delirios. Para un camarero de profesión, con vocación de escritor, amante del arte de la decoración, resulta esencial sentirse rodeado de una estética que lo envuelva todo en un aura de elegante calma, de predisposición a que los cinco sentidos intervengan en el guión, y pase lo que pase siempre tendré que estarle agradecido a la vida por haber tenido la oportunidad de contar entre mis vivencias con la de ocupar el puesto que ocupaba mi Maestro cuando yo era a penas un aprendiz y se me caía la baba al ver la facilidad con la que el Teacher tomaba las comandas de memoria y la facilidad con la que era capaz, y lo sigue siendo, de enderezar entuertos. El teatro de los sueños es una sala de corte clásico en la que el trabajo se desarrolla impulsado por la fuerza motriz de la juventud; una mezcla que le da sentido a la docencia ya que forma parte de una escuela de hostelería cuyo filosofía se basa en la realidad. Durante los días que he estado ausente he hecho acto de presencia en dos ocasiones, y en las dos he vuelto a percibir que existe una relación directa entre lo que somos y el lugar en el que posiblemente seamos la mejor versión de nosotros mismos.
lunes, 10 de abril de 2017
Extracto de un diario
Escribo ahora mismo a la vez que escucho a Miles Davis; luego me da por Johnny Cash o por Coltrane, por Lou Reed o por Elton Jhon; o por Enya, me gusta mucho escribir con esa voz de fondo. Hoy no me ha dado la gana de salir de casa en todo el día; he decidido estar aquí, a mis anchas, con lo puesto y sin calentarme la cabeza más de lo necesario con mi dolor de rodilla, con ese dolor que me ha puesto los pies en el suelo recordándome que la salud es lo primero y más importante, que casi todo es susceptible de ser relativizado siempre y cuando uno esté en forma. Mens sana in corpore sano. Desde que me desperté no he hecho otra cosa que leer, escribir, beber café, fumar esporádicamente algún Samson de hebra holandesa atraído por las Musas del tabaco, escuchar música y mirar al techo indagando en las manchas de humedad esos contornos en los que Henry Matisse, el pintor con tijeras, encontraba una nube o un castillo, un caballo o una mariposa, una golondrina o un motivo para recrearse en su mundo propio, en la voz interior de su estética de hombre que postrado en una cama soportaba los agudos dolores de una enfermedad terminal combatiendo sus fiebres con la creatividad encontrada en las paredes. Me gusta quedarme mirando al techo cada vez que leo algo que me impresiona, y en ese mirar encuentro la parte de meditación que de otra forma no consigo por ni proponérmelo, tal vez por una ineptitud congénita de nacido en el siglo XX, por ser uno más de los hijos de las prisas y del agobio y del aburrimiento endémico de nuestro tiempo enclaustrado en el remolino de las obligaciones. Hace muchos días que no miro las noticias en la televisión, y raras veces a lo largo de la última semana he hojeado un periódico. Me mantengo informado gracias a lo que busco en Internet y a lo que escucho en la radio por las noches, antes de dormir, que es mi forma preferida para quedarme amodorrado hasta alcanzar el sueño mientras al otro lado de un pequeño altavoz hablan unas voces que parece que han sido puestas ahí para mi y para todos aquellos que como yo a esas horas se tumban en la cama en busca del regocijo del todavía persistente en nuestra memoria submarino de la infancia. Siempre me ha gustado imaginar que en la soledad que comparten la noche y la radio, a oscuras, existe de verdad la magia de ese mundo creado a medida para la madrugada, para ese rato en el que uno se va quedando cada vez más sordo, menos atento, más dormido, más en el país aparte del mundanal ruido y la furia y las perversiones de los negocios, fuera de las sonrisas falsas y las envidias y los malentendidos y los disparates más absurdos que se puedan cocer en el puchero de la competencia/incompetencia. Por eso cuando me encuentro en uno de esos reinos de mis musarañas, y cada vez más, siento la infalible sensación de bienestar proporcionada por ese no hacer nada que tanto me gusta después de haber estado haciendo mucho aunque sólo haya servido para mantener en orden cierta intensidad de mercado en el porcentaje que a la hormiga que soy le corresponde: producción, datos, cuentas, resultados, facturación, gastos, ingresos, estadísticas, sueldos, ajustes, presupuestos, direcciones; y total para qué, como diría el protagonista de La tregua de Mario Benedetti. Lo he pasado tan mal en los últimos días con el dolor de mi rodilla que, a pesar de ser consciente del número que represento en la cadena de montaje de la producción, desearía estar ahora mismo trabajando y compartiendo escenario con mis colegas. No hay mal que por bien no venga; jamás hubiera pensado que una simple dolencia me concediera el beneficio de la perspectiva.
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