martes, 6 de diciembre de 2016

Impostura cotidiana


Resultado de imagen de calle sierpes con gente

Pasear es uno de los placeres accesibles de la vida que para mi son más gratos cuando el acto de ir de una calle a otra se acompaña de lo que Nietzsche denominaba el pensamiento caminado; de hecho creo que es uno de mis hábitos más frecuentados, dejarme llevar por lo que la mente me va dictando, tomando notas de lo que veo con la malograda idea fija de que no se me olvide para poder después escribir sobre ello. Cuando uno se encuentra en casa, a punto de terminar con ese tipo de obligaciones domésticas que se resumen en fregar los platos mientras se hace el café después de la comida, y piensa en la inminente salida que tendrá lugar a penas media hora más tarde, se imagina el panorama urbano con unos matices de tranquilidad muchas veces contagiados por la calma hogareña vestida de música clásica y volutas de las musas del tabaco, a lo sumo interferidas por la levedad del ser de los ruidos de un piso adyacente o cercano de esos que forman parte de la misma casa antigua y reformada en la que se encuentra el apartamento en el que uno vive a sus anchas el trance de la soledad acompañada de la libertad que entra por las ventanas, y ese prejuicio hace que la sorpresa sea aún mayor cuando se introduzca en la pacífica avalancha de ciudadanos con ganas de un poco de oxigeno vespertino y atenuante de los dolores musculares que atenazan los cuerpos deseosos de salir de casa aunque solo sea a dar una vuelta, a ver qué pasa más allá de la frontera del televisor y la mesa camilla, de este invierno en el que las continuas referencias al entierro de las cenizas de Fidel Castro es una de las peores comidas recalentadas que emiten los telediarios. En un día festivo como el de hoy en el que las bondades del clima nos han regalado unas horas apacibles sin la serenata del tintinear de la lluvia en los cristales, en el que los claxones de los coches reinan por su ausencia, en el que un aire de domingo se apodera de la Alameda de Hércules y en el que quienes sacan a pasear a sus perros gozan de esos semblantes de despreocupación laboral muy dada a desayunar churros con chocolate, puede encontrarse uno, sin esperárselo, el centro de la ciudad tan lleno de gente como pocas veces lo había visto antes. Caminar entre grupos de personas que atiborran la calle Sierpes, que frenan impidiendo el paso de quienes van detrás, es como ir por un bosque lleno de maleza que hay que ir quitándose de encima para poder continuar abriéndose camino de esquina en esquina, rozándose con los cuerpos de quienes, como uno, se arraciman ante el colapso creado por unos paisanos que se saludan con el énfasis de quienes no se han visto desde hace mucho tiempo, pidiendo permiso para no tropezar indeseablemente con algún niño que corre detrás de su globo recién soltado de una mano moldeable como la plastilina de su imaginación. En medio toda esa marabunta recuerdo a Henry Nouwen tratando de adivinar el pensamiento y las inquietudes de los transeúntes y se me aglomeran en la cabeza los apuntes, las notas, los versos y las palabras con las que me gustaría equilibrar el desajuste de esas cuantas metáforas posibles según Borges. Conviven entre el gentío los que piden limosna con los que estrenan traje, los que tocan instrumentos con los que no saben a dónde dirigir su mirada, los que pintan una lámina en dos minutos con los que acaban de salir de uno de esos comercios que parece que no cierran  nunca, los que sirven cafés en las terrazas con los que no saben de la ciencia de la paciencia, y justo entonces, cuando me percato de ser yo uno de todos los que forman esa mancha pensante y andante, reflexiono sobre la impostura del acto de escribir y de este vicio de ver los toros desde la barrera en el que consiste describir lo que uno va observando ocultando la mirada tras sus particulares gafas de Pla, ausente de la responsabilidad de intervenir, convirtiendo lo que le venga en gana en material del presente de las palabras escritas por la mera necesidad de verlas reflejadas en la pantalla, nadando entre la inmensidad de lo que nos rodea, de lo inabarcable, de lo inverosímil y disfrazado, de lo puesto en bandeja para que el recuento del recuerdo cosa a medida el traje con el que saciar el instinto del blanco sobre negro en el que consiste cada una de estas parrafadas inconclusas y desvaídas, hechas con los retazos de las insinuaciones que la costumbre de indagar en los rostros y en las cosas sacan en claro para mantenerse firme en el nulle die sine linea que corrija el desajuste de un prisma personal muchas veces mal enfocado. Escribir es ordenar el pensamiento, vuelvo a decir, y gracias a ello puede uno darse cuenta de muchas cosas que ni siquiera sospechaba que sabía; he ahí la grandeza de algunos hábitos, por dados a la impostura que puedan parecer, como el de la escritura.

2 comentarios:

  1. A mí me agobia pasear por la ciudad cuando está llena de gente. No disfruto. el gentío me agobia.
    Escribir siempre viene bien para ordenar las ideas.
    Salu2 pasea2, Clochard.

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    1. Feliz paseo y Feliz escritura, todo ello en su justa medida.

      salud, Dyhego.

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