martes, 29 de noviembre de 2016

Mis Locos admirados


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Paso cerca de un establecimiento de esos que no se sabe muy bien qué venden, si antigüedades o lámparas de Aladino, si cuadros de otras épocas o tapices parecidos a los de la alfombra voladora del gitano Malquiades de Cien años de Soledad sobrevolando los confines del aire de Macondo, y escucho a mis espaldas el ruido que hace un loco perdido al llevarse por delante la Conga de Jalisco de una pareja que se besa con la parsimonia que sólo saben tener los que están verdaderamente enamorados, un hijo del desatre espiritual de este siglo XXI con gangrena meditativa, dándole golpes a un coche aparcado, tiritando de frío, con las pupilas sobresaliendo por encima de sus cejas, con el alma en el desierto de arena del síndrome de abstinencia, alucinando con proclamas del desastre que, bien mirado, no son tan alucinantes sino reales como la caries de este desatino occidental enclaustrado en las aulas del imperio yanqui, maldiciendo a mamporros el día en que nació, hiriendo la poesía del sosiego de la calle, y me digo: otro más, sin duda ni pailativos de conciencia ni intromisión de mediocres condescendencias de las que ya va estando uno harto, carne de cañón, inminencias del desencanto atroz del despropósito provocado por la inseguridad establecida como parámetro al uso, como moneda corriente, cual serpiente de cascabel del run run del olfato que ha ido adiestrando a la miseria humana representada en este cuadro infame de la realidad. Hay que joderse. Me desplazo hacia mi zona preferida para sentirme ciudadano de esta ciudad, hasta ese cruce de caminos configurado por las calles Veláquez, Tetuán, San Eloy y Sierpes, o sea hacia La Campana que redobla muchedumbre y compás de compras al por mayor de los almacenes de moda, ruido del trajín vespertino de un mes de Noviembre en ascuas de unas sospechosas rebajas contaminadas de indecisión, de contrabando, de desigual pragmatismo con las manos atadas a la cintura de la duda del no saber a qué prendas dirigir la mirada, como sonámbulos indefensos y narcotizados, como zombies inermes ante la avalancha de estímulos, y aparece ante mí otro de esos a los que deseo darle un hueco en mi afán novelesco del Esplín baudelierano con el que nutro mis paseos: un señor delgado y erguido, impasible ante el vendaval de la abundancia, solo en su Ínsula Barataria de permanente necesidad de decir lo que piensa sin levantar la voz, acuciado por el sencillo afán de mostrarse ante los demás como nadie tiene coraje a hacerlo, paseando con la tranquilidad con la que Robert de Niro vuelve a casa en Taxi Driver, a lo suyo pero con las ideas muy claras, levantando una pancarta en la que proclama la sinrazón y el desatino de lo que no tiene parangón, que si la iglesia, que si el capital, que si el dogma y la educación, que si la sinrazón de lo que no tiene ni pies ni cabeza, ahí, con su pancarta, con su impecable pose de caminante de las aceras de la discordia callada y cobarde, camuflada, atiborrada de pastillas, invitada al carnaval sólo por el dinero. Lío y enciendo un cigarrillo, me doy una vuelta, pienso en escribir sobre esto o sobre lo otro, sobre lo que sea, la cuestión es escribir, pero queda grabada la imagen en mi memoria de esos otros héroes que suplican una limosna sobre uno de esos cartones en los que una caligrafía deforme y hastiada dibuja el mensaje de la pérdida de esperanza en la rueda de la producción, idos, aislados, bichos raros, Diógenes con Sida, perros del adoquín sobre el que los funcionarios de Lipasam esparcirán la mugre de madrugada, y decido ir a tomar una cervezas a la salud de todos estos locos perdidos por los que tanta admiración siento.Una de las cosas que más inquietud me causan es la poca importancia que muchos de los que frecuentemente se van de rositas le dan al hecho de ser unos pobres diablos con muchas papeletas de verse el día de mañana arrumbados por la soledad de la catástrofe personal de sentirse arrinconados como una colilla, chamuscados como el papel de plata de los yonquies, retirados del presente fugaz y continuo que no repara en buenos sentimientos.

4 comentarios:

  1. ¡No me extraña que haya gente que prefiera vivir en la locura! ¡Vivimos en un mundo loco! Como siempre lo ha sido, creo.
    Salu2 sin locuras, Clochard.

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    1. Vivimos en una confusión anestesiada por estímulos de laboratorio. Qué aburrimiento.

      Salud, Dyhego

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  2. Un desamor,una ruina,una inseguridad extrema...Todos podemos caer en la tragedia de la soledad y vernos avocados a vivir en la calle.Quién sabe?
    Me encanta ver besarse a las parejas cuando hay verdadero amor,es como si se fundieran.De eso,es de lo que más tendría que verse por las calles y no tanta pobreza...
    Mil abrazos Clochard!!

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    1. El retrato urbano es tan variopinto que puede verse uno muchas veces contagiado de aquello que menos le favorece; pero llevas razón, sería maravilloso ver más gestos de amor, del bueno.

      Mil abrazos....

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