lunes, 6 de febrero de 2017

Repercusión


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Se nos pasa por alto la repercusión que pueda tener sobre los demás la dedicación sobre nuestro trabajo cuando a ésta se le añade la intención de hacerlo bien. De nuestro papel laboral en el mundo se desprende una convivencia entre quehaceres que se necesitan mutuamente para mantener firme el hilo de la estabilidad diaria, de lo que aún haciéndolo a cambio de un sueldo transciende a lo material  calando en los huesos del ordinario intercambio de conexiones sin las que lo mejor es que fuésemos pensando en hacernos ermitaños; ese es el valor del intercambio de esa especie de favores que no se piden y que nos vamos otorgando con el simple hecho de ser conscientes de nuestra participación dentro del engranaje de una sociedad cada día más necesitada de valores, para que sea posible la inmediata resolución de pequeños problemas sin que se origine esa letanía de absurdas pesadillas con aspecto de histriónico melodrama con fatuos argumentos, facilitando la toma de decisiones instantáneas con las que, cada uno en el lugar que le corresponde, hacernos la vida más fácil, más vivible, más cercana los unos de los otros sin necesidad de que nos tengan que colgar del pecho una medalla, haciendo lo que hacemos pensando, repito, en su repercusión. Con frecuencia, cuando hablamos del trabajo, caemos en la cuenta de que son muy pocos los que gozan de la fortuna de haber elegido lo que hacen, e incluso habiéndolo elegido hay un escaso número de personas que realmente disfrutan con su oficio; de modo que parece fácil llegar a la conclusión de que es casi imposible que se genere una cadena de movimientos cuyo resultado sea el de un común bienestar basado en la colaboración de todos y cada uno de nosotros mediante nuestra aportación profesional. Lo cierto es que desde hace algunos años hemos llegado a un punto en el que la importancia de la especialización ha traído consigo focalizar las energías de una presunta vocación condicionada por el infernal ritmo del álgebra de la vida moderna, y por ende del apremio de las necesidades creadas a las que acabamos enganchados como adictos a una droga, más en sus futuras salidas que en el desarrollo que ésta nos pueda proporcionar para desempeñar nuestra faceta más auténtica en beneficio no sólo de nosotros mismos sino del resto. Hace poco, visitando una tienda de electrodomésticos, fui testigo de una magistral clase de colaboración ciudadana al comprobar que envolviendo una estufa, al mismo tiempo que se me recordaban unos breves consejos para su correcta utilización, se puede tener la plenitud profesional de un licenciado. Estamos tan acostumbrados a valorar lo caro e inaccesible, los Rolls Royce y los yates, las mansiones y las joyas, los materiales de los que se construye en definitiva el edificio de nuestra pérdida de orientación con respecto a las cosas importantes, que tendemos a pasar desapercibido cualquier detalle cotidiano por pensar que forma parte de una serie de pormenores tan elementales como para que paradójicamente estén cayendo en el saco roto del desuso, cuando el caso es que se trata de los matices que  nos acercan a la certeza de que nuestra realidad está en nuestro más próximo entorno y no en el de toda esa fauna de Homos Espectaculensis que aparecen en el bochorno de la pantalla, y ni nos fijamos ni nos acordamos ni, lo que es peor, reparamos en que se nos está atrofiando esa parte del intelecto encargada de que nos percatemos del más estricto y sencillo presente, de lo que nos incumbe y nos pertenece sin la perversión generada por la posesión de pertenencias prohibitivas y tan inaccesibles como lo pueda ser la zanahoria para el asno, por pensar que somos lo que tenemos en lugar de lo que hacemos.

2 comentarios:

  1. A veces las condiciones laborales son tan absurdas, tan tiránicas, tan deshumanizadoras, que se pierde el gusto por el trabajo y se pierden hasta las buenas maneras.

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