lunes, 20 de mayo de 2019

La ciudad imaginada


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 Una ciudad imaginada es como un sueño deslizado sobre la acera de un monólogo, ese suelo extraño y conocido, tatuado a golpe de cincel en las sienes de la andarina memoria poética, en el lago de los cisnes del deseo, viéndonos allá sobre el paisaje presente del lugar que aún no habitamos como en esa casa dibujada por el niño que somos gracias al que fuimos, armados con inermes pensamientos, queriendo emprender el viaje lo antes posible. Visitar una ciudad por primera vez es un acto de reverencia al asombro. Montarse en un tren con la emoción anticipada de la novedad, e ir recibiendo la onda que desde tan lejos se acerca por las vías respiratorias de los kilómetros que han de recorrerse con las mismas ganas de llegar al destino que de disfrutar del paisaje, se parece mucho a la futurible tranquilidad tantas veces negada por el monotema de lo repetitivo, por la abnegación de la rutina, con la misma pena por lo dejado atrás que la poderosa alegría de volver a celebrarlo de una vez por todas. Visitar una ciudad por Internet es meterse en las cosas que a bote pronto nos interesan, o dejarse llevar por lo más destacado de la red en torno a ella, como en una predominante secundaria atención que acaparara lo que hemos acabado descubriendo sin pretenderlo; pero eso es como si le diésemos demasiadas pistas a aquello que, en todo caso, dependerá de la fortuita curiosidad de lo espontáneamente investigado. Imaginar es un acto instintivo, y su gratuidad es genuina como la coherencia de los sentidos que desean ponerse de acuerdo para llevar a cabo un acto de reminiscencia presente sobre el decorado de lo desconocido. El olfato es el órgano de la memoria, y los aromas recaudados en el paladar mental son como afluentes del río del recuerdo deseando ser desbordados por las renovadas aguas de un nuevo acontecer. Imaginar una ciudad nos sumerge en el feliz e indolente idealismo de la indulgencia, ese sitio al que querer llegar para hacer lo que a uno más le gusta de la manera más razonable, sin hacerle daño a nadie, sin pedirle cuentas a nadie, dejando que reinen las leyes de la Naturaleza. Una ciudad es imaginada como lo  son una aventura o un viaje, como una celebración o un sepelio, como una tormenta o un tropiezo, como una angustia o un golpe de suerte, como los novelescos sucesos con los que los escritores esgrimen sus historias. La ciudad imaginada es la que nos traslada a lo aún no acontecido, y por eso nos permitimos licencias que en la vida real son imposibles, en esa incertidumbre del antes del comienzo, como cuando nos revolotean en el estómago las mariposas del enamoramiento por la mera presencia del ser inconscientemente amado. Ese deseo por viajar de un lado a otro, esa cuerda floja de la constancia territorial que busca un paso al frente, ese querer coser cuatro flecos con lo que la fabulación agradece de aire fresco, es lo que  evoca el imaginario viajero que se figura a Paul Theroux atravesando un país desde el sol abrasador a las montañas nevadas, desde la lejanía del horizonte a la impronta del cartel del destino recién estrenado. Hay que dar muchas vueltas para volver al mismo sitio, a ese lugar en el que se encuentra la ciudad imaginada.

2 comentarios:

  1. Algunas veces utiliza el google maps para visitar ciudades y da un poco de pudor, porque es como si te metieras a hugar en una casa ajena sin permiso. Pero también es morboso pasear por una calles en forma de espíritu.
    Salu2, Clochard.

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