lunes, 4 de noviembre de 2013

El gusanillo en el cuerpo.





 No sé cuanto tiempo hace desde la última vez que tuve en mis manos un ejemplar de La isla del tesoro, ni las veces que me he propuesto volver a leerlo interponiéndose otras lecturas que han ido cayendo como del árbol de las casualidades y lo impremeditado, del libertino placer de lo no planeado ni pendiente, que es la forma en la que más me gusta dejarme llevar por el flujo de un misterioso mecanismo de selección para el que hasta la fecha no he encontrado explicación ni sustituto que lo mejore a la hora de decidirme por un título u otro. Hay libros que le van acompañando a uno a través de los años como instalados en la memoria en forma de bote salvavidas, sirviéndole de muleta con la que apoyarse al recordar las alegrías y calamidades por las que pasaron sus personajes, encontrando en ellos muchos de los gestos por los que más apego se siente hacia la vida, y cada vez que en cualquier conversación de esas que se tienen con los amigos con hijos en edades de iniciación a la lectura sale al paso uno de esos libros siento la emoción renovada de acercarme de nuevo a las páginas del Stevenson de mis inicios. 
 No siempre se lee en las mismas condiciones, me atrevería a decir incluso que se puede llegar a leer sin leer cuando no se dispone del suficiente tiempo para regocijarse en una novela o en uno de esos ejemplares cargados de artículos con los que se puede alcanzar una perspectiva sana y sin complicaciones de la realidad desde la silla, la cama, el taxi, el autobús, el metro o el sofá. Me explico, Azucena es una niña de cuatro años que ha comenzado a silabear sus primeras palabras escritas en una de esas adaptaciones con las que se ha puesto de moda iniciar a los párvulos y a los no tanto en literatura, y Pablo, su padre, continuamente se emociona contándome el capítulo que cada día le va ayudando a leer a la pequeña en ese parco pero sincero vocabulario con el que los mayores se empeñan en explicar las cosas más sencillas de la manera más difícil a los niños; de modo que cada uno de los últimos días voy leyendo de boca de mi amigo Pablo un nuevo capítulo de la isla del tesoro amparándome en el recuerdo de mi infancia. Pablo sufre de la misma precariedad que yo:  tampoco tiene demasiado tiempo libre, pero guarda algo de lo mejor de quienes han sido buenos lectores: la emoción de sentirse contagiado por las ganas de continuar aprendiendo y un intenso brillo en sus ojos cada vez que hablamos de literatura, y sobre todo cada vez que hablamos de los primeros libros con los que fuimos adentrándonos en el universo de la lectura. 
 Siento una mezcla de envidia sana y de alegría por a la pequeña Azucena. Cuando aprendí a leer y a escribir a penas existían incentivos que le abriesen  a uno el apetito por la lectura, no existía el repertorio de lecturas recomendadas del que hoy en día dispone cualquier grupo escolar y era frecuente, incluso en el instituto, que se nos obligara a leer obras para cuya comprensión no nos encontrábamos preparados porque los planes de estudio sobre literatura trataban más de hacerle caso a la nómina de obras maestras que al contenido y a la consecuente asimilación que por parte de los alumnos pudiera ser alcanzada. Todo dependía de un sexto sentido que cada cual debía adquirir para que no se lo comiera la corriente de los ladrillos de los que había que dar cuenta sin siquiera disfrutar una página, y todo para poder aprobar un examen. El gusto estaba reservado para aquellos que intuían que detrás de Defoe, Ende, Verne y Stevenson poco a poco se llegaba a Delibes, Pio Baroja y Hesse, entre otros, para más tarde comprender que era necesario descubrir las raíces de la cultura en ese grupo de obras capitales a las que se accede con el entusiasmo de quien siente la necesidad y la seguridad de descubrir un tesoro con el que reforzar los cimientos de lo leído con anterioridad. 
No se trata de iniciar la casa por el tejado, ni mucho menos: se trata de comprender todo lo que se lee y de amenizar con interesantes aventuras la imaginación de los iniciados. La cuestión es sentirse feliz con un libro entre las manos y no con la solitaria sensación de tan sólo saber que esa obra goza del prestigio de la posteridad. A eso se llega por devoción, no por obligación. Por eso durante estos días Azucena, a pesar de estar aprendiendo a leer en una de esas adaptaciones con las que tampoco es que ande uno muy de acuerdo, sale a la calle con cara de descubridora de nuevos mundos cargados de mapas, costas, islas, barcos, puertos y piratas que ya andan en su mente a la espera del próximo libro con el que pueda continuar aprendiendo a leer con la ayuda de su padre y con el gusanillo metido en su cuerpo de niña aplicada, hasta que llegue el día en el que decida introducirse en la historia de la navegación o averiguar por su cuenta cuáles fueron las fuentes clásicas de las que bebió el Stevenson al que se le ocurrió la maravillosa historia de la Isla del tesoro.

6 comentarios:

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    1. Bien es cierto, Dyhego, que mi tendencia a la holgazanería influyó de manera determinante en no dejarme llevar por los ladrillos, claro está siendo un desastre en los exámenes; pero hay algo que recuerdo con fervor de mis días de instituto: sentarme el último en clase para disponer de la suficiente tranquilidad y poder leer durante horas un montón de libros que iba encontrando al azar en la biblioteca de mi casa.

      Salud.

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  2. Clochard, yo llegué a la devoción por medio de la obligación porque descubrí a Galdós detrás de aquellos trabajos forzosos, y a Baroja, y a García Márquez. No sé si es la mejor manera pero ha sido la mia. Me obligaron a hacer algo que para mí resultó maravilloso...
    Azucena además de tener un nombre precioso tiene mucha suerte con ese padre . Le deso muchos libros.
    Besos y versos, muchos, muchos...

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    1. Hay quien rápidamente tuvo, como tú, la virtud de saber que detrás de aquello existía un maravilloso mundo a la espera de ser descubierto; cuestión de iniciativa y de ímpetu, de las típicas ganas de desprenderse de los tópicos que acompañan a las mentes inquietas. Y ahora aprovecho para volver a decir aquí que gracias a Blimunda yo me introduje, a mis quince años, en ese segundo escalón de la literatura siendo acompañado durante unas maravillosas noches de invierno por Andrés Urtado y lulú, colgado del árbol de la ciencia de las buenas letras, entendiendo que había algo grande a la espera tras las pastas de cualquier libro.

      Besos, prosas y versos.

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  3. Que suerte tuviste entonces Clochard y que suerte tienen los que te rodean ahora,que pueden contagiarse de tu pasión por la lectura...Un abrazo contagiado!!

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    1. Bueno, es una pena no disponer del suficiente tiempo libre para poder disfrutar todo lo que me gustaría, aunque se hace lo posible. Espero que le dediques un ratito de vez en cuando.

      Mil abrazos.

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