miércoles, 29 de octubre de 2014

Náufragos




La gran ciudad es un lugar propicio para que a ella llegue el fugitivo con su macuto y sus penas a cuestas; un paradero no premeditado en el camino para aquellos que no saben a dónde ir, y que viéndose en la encrucijada de no solventar la papeleta de resolver la ecuación del porvenir deciden aterrizar sobre las aceras de anchas calles peatonales colocando a su lado un cartel  en el que solicitar ayuda con letras desiguales; letras que encierran el misterio de la pérdida y el colapso del mar de dudas de la debilidad humana; letras que chorrean tristeza; letras acompañadas de estampitas de santos o de vírgenes o de cristos; letras que revelan la disfuncionalidad del diseño social creado sin pies ni cabeza ni sentido común. A la gran ciudad acude el que necesita un espacio libre del planeta tierra en el que esconderse en medio de toda esa multitud corrompida y sin escrúpulos que deambula de un lado a otro merodeando los límites de la obscenidad, confundiéndose con ella, eludiendo la responsabilidad de ser alguien con nombres y apellidos, queriendo, deseando olvidar su nombre, intentando borrarse del registro de la comunidad intransigente, de la parentela acusadora, emborrachándose con un cartón de vino barato para atenuar el dolor de las penas clavadas en el hígado y en el corazón. La gran ciudad acoge y amalgama, mezcla, reune, cobija, junta a gentes de todos los confines en el ovillo de lana de uno de sus barrios: una de esas zonas marginales a las que van a parar todos los que no tienen ni papeles ni forma de demostrar que son de aquí ni de allá, que no pertenecen al censo de esta ciudad chovinista y envidiosa y altanera. Las calles son un reguero de gente autóctona, de turistas y de forasteros que un buen día llegaron sin fundadas esperanzas de quedarse y consiguieron hacerse un hueco a base de tesón y de constancia hasta desaparecer de ellos esa sensación de extranjería que tanto delata en los comienzos, aunque sin desprenderse del sentimiento de continuar siendo náufragos. A mi me pasa un poco eso, me pasa como dice Eduardo Galeano que a él le pasa, que nunca se ha sentido extranjero en ninguna ciudad pero si y siempre si un tanto náufrago. Pero de unos días a esta parte cuando más náufrago me siento, cuando más nervioso me pongo, cuando más se encienden las alarmas de mis reflexiones, es cada vez que paseando por el centro de la ciudad, de la gran ciudad habitada por casi un millón de seres algunos de los cuales es preciso apuntar que carecen de humanismo y humanidad, veo cómo cada vez es más frecuente ver a hombres y mujeres bien vestidos, con zapatos casi nuevos, con buenos modales, con ademanes de personas nobles y fatigadas, sumisas, con miradas inteligentes y valientes, pidiendo en las esquinas. Personas que hace poco tenían una vida normal, un trabajo y una casa y una familiar con la que comer a la misma hora, sin lujos ni grandezas, sino sencillamente con sus necesidades cubiertas, y ahora se han visto abocados al desamparo y la desconfianza personal que provocan las deudas y la falta de empleo, a la impotencia de no saber a dónde acudir para pedir ayuda, atrapados en el laberíntico dilema de haber nacido en esta misma gran ciudad en la que ahora piden limosna.

4 comentarios:

  1. Clochard:
    ¡Triste espectáculo el que se ve todos los días en la ciudad!
    Salu2.

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    Respuestas
    1. En este caso sí, la verdad. Es muy preocupante lo que está sucediendo y el silencio que lo sepulta todo.

      SALUD, Dyhego.

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  2. una bella entrada
    me gusta como escribes y el sabor que le das a tus palabras

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