jueves, 3 de marzo de 2016

Qué disparate


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Una de las cosas más desagradables de compartir es el complejo de inferioridad de quienes dan órdenes dentro de los presuntos proyectos en los que uno se ve inmiscuido. Ya ha sido escrito aquí algo al respecto de lo mal que se nos da reconocer que pueda haber alguien que nos enseñe algo, alguien que sea mejor que nosotros y del que podamos extraer las ideas necesarias para poner en marcha el diseño de un plan estratégico, la definición de un esquema sobre el que desarrollar los pormenores de una empresa. Uno de los lastres, además del mal vicio de no ocurrírsenos leer un libro niporesas, es el de la dedocracia, el del abuso de autoridad con el convencimiento de que de esa manera se están haciendo bien las cosas, el de la filosofía del clan de la que forman parte amiguetes y familiares, arribistas, conocidos con los que saldar una deuda personal; y ese lastre se convierte en un cáncer a partir del momento en el que las facultades de quienes disponen del carisma y los conocimientos necesarios para realizar un buen trabajo topan con la iglesia de la imposición exenta de criterio y reflexión. Hay quien dice que fui yo el primero en olvidar, pongamos por caso, gracias flaco, pero es que es en ese olvido donde mejor se me ocurre estar y donde aconsejo que se instalen a todos aquellos que alguna vez hayan sido sacudidos por el dardo salvaje y doliente de la sinrazón profesional. Uno puede perder el sentimiento y la consideración a los torrentes de palabras absurdas con las que se perfuman los discursos sin preparar de un jefe en una reunión, uno puede renegar y no hacer caso, uno puede sentirse a salvo a bordo del bote salvavidas de los libros de Byung-Chul Han, pero uno nunca puede perder sus principios, sus valores, su código de barras, su orientación, su ser más esencial sobre el que se define la coherencia de una manera de actuar personal y fundada en la honestidad como principio. La merma que sufre la creatividad a causa de este tipo de desajustes, a causa de esta extraña convivencia entre la arrogancia del orgullo y la humildad de los artistas, es el desajuste que le deja un hueco a la incoherencia. Cosas de hoy y de siempre, para que nos vamos a engañar; cosas de andar por casa, por la casa de la locura a la que se refería Erasmo de Rotterdam; cosas de las que se aburre uno con la misma insistencia con la que trata de apartar de un plumazo a los fantasmas del incongruente hábito de pasar por el aro y con la presunción al mismo tiempo de estar siendo adoctrinado. Qué disparate.

5 comentarios:

  1. No debería ser tan costoso reconocer que alguien lo hace mejor que nosotros. Debería ser un acicate para mejorar. Lo malo es cuando ves que el que se supone que te tiene que enseñar va de sabio.
    De todo hay en la viña del Señor...
    Salu2, don Clochard.

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    1. Es un claro síntoma de lo poco que se valora el mérito al trabajo y al estudio supeditándolo todo a una cuenta de resultados que siempre justifica los medios. Qué aburrimiento.

      Salud, Dyhego.

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  2. Hay gente que sabe enseñar y hay otra gente que para enseñar tiene que humillar. Eso es lo malo.

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  3. Hay gente que sabe enseñar y hay otra gente que para enseñar tiene que humillar. Eso es lo malo.

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    1. Hay una gran carencia de humildad que dificulta el sencillo proceso de la escucha dando pie a una desproporcionada soberbia sin pies ni cabeza.

      Salud, Amparo.

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