lunes, 5 de septiembre de 2016

La belleza


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La belleza, esa sustancia que envuelve a las cosas de la al mismo tiempo más auténtica, apabullante y ligera de las naturalidades atrayéndolo a uno hacia un bienestar propicio a la contemplación interior viéndose reflejado en cuanto le sucede, ofreciéndosenos como un diccionario abierto por la página precisa en la que encontrar la palabra exacta que nos haga clavar nuestra mirada en el techo y en el interior del alma que nos habita, esa descarga eléctrica de lucidez que atempera los nervios y predispone a nuestro comportamiento a una embriagadora relación con el tiempo y el espacio de los que, por desconocimiento, creemos ser los dueños, viene a presentársenos como una sensación, como una predisposición, como uno de los ejercicios preferidos de los exploradores de los submundos de la realidad; es decir, la belleza está en nuestro interior y en función del color con el que  nuestras pupilas se dispongan a contemplar seremos más o menos capaces de descifrar los misteriosos y secretos códigos que la belleza tiene, los reglamentos de la dinámica de todo aquello que nos conmueve y nos excita y nos transforma y nos hace por momentos creer que somos inmunes a las leyes de la gravedad; de ahí el duende, lo escondido, lo erótico, lo no desvelado, lo entreabierto, lo que hay que imaginar sin abusar de las suposiciones; de ahí el cortejo, el acercamiento, la cautela enfrascada de placer, el paso a paso, la sombra que se difumina y se entrelaza con un cúmulo de nubes púrpuras y azules pintadas al pastel. La belleza es algo tan sublime, tan elevado, que no se manifiesta como un ente tangible y corriente y moliente sino como un enigma cuya resolución depende de la sensibilidad que seamos capaces de poner en nuestro contacto con lo que vivimos. Se encarga además la belleza, nuestra mademoiselle o madame invitada, según el grado de percepción que se use, de congeniar con la cordura de los buenos pensamientos haciéndolos extensivos a la provocación del progreso, envolviendo de sentido positivo lo que a uno le incumbe en este galimatías existencial en el que no siempre se tiene la certeza de estar haciendo bien las cosas. La belleza se encuentra tan a flor de piel como escondida, y en la persecución de ella han gastado sus vidas genios y figuras hasta la sepultura de todas las artes principales y subalternas, secundarias, accesorias, pero artes al fin y al cabo que por secundarias gozan de la importancia y el protagonismo de lo que equilibra la balanza; los absolutos no existen, es necesaria la participación del complemento, aunque sólo sea para hacer uso de él a nivel comparativo de forma que sea el relieve que nace de esa comunión lo que acabe siendo relevante. Es tan evidente en ocasiones la aparición de la belleza que hay que aguzar mucho los sentidos para poder percatarse de su presencia, paradojas de la vida y demostraciones de lo lejos que aún estamos de nuestra cima, y no dejarse arrastrar por la marea del caos de lo cotidiano, ese empedernido magma de maleza que lo anega todo transformándolo en una ciénaga en la que se nos van hundiendo los pies enterrándonos hasta el cuello en el barro, esa avalancha de lazos y nudos y datos y preguntas hechas a medias y mal contestadas. La evidencia de lo obvio no siempre se corresponde con una premeditación ni con un canon establecido, hay que investigar, atreverse a mirar, estudiar, desentrañar los crucigramas de un apasionante lenguaje, solo así se llega a conformar el fetichismo que encuentra en unos pies desgastados el impulso frenético de una de las dianas del deleite, porque el lado no palmario de la representación del mundo es más amplio que el de lo que tenemos delante de las narices. Hay que ser valiente para decidirse a ir en busca de nuestra dama. A la belleza hay que saborearla de la misma forma que merece el agua ser masticada en la boca, con esa delicadeza que hace de nuestra lengua un músculo esencial para que tome conciencia la boca de que en ella late el corazón, de que hay más vida detrás de esta que vemos y palpamos, que hay una vida y otra y otra y muchas otras danzando como satélites que se propusiesen sacarnos del empecinamiento y la brutalidad, vida detrás de las cosas y de la aparente superficialidad de los objetos y los cachivaches modernos con los que se camufla cualquier intento de verosimilitud por nuestra parte. Tratar de encontrar un rastro de belleza es un gesto tan noble que ensalza la existencia a un grado superior y desconocido en el que se encuentra el punto de partida de un civismo más acorde con las circunstancias; porque la belleza está en una conversación y en un saludo, en una figura y en un horario, en el naíf trazo del dibujo de una firma, en un mapa y en itinerario, en el plano de un edificio y en el cuidado que unas personas se presten a otras, en todos y cada uno de nuestros poros y en todos y cada uno de los átomos del conjunto del universo a la espera de que sea descubierto su elixir, de que sea compartida su fragancia.

2 comentarios:

  1. ¿Es posible que haya dos tipos de belleza? Una objetiva, la que depende de cada momento histórico; y otra subjetiva, la que cada cual es capaz de descubrir en las personas y las cosas?
    Salu2, Clochard.

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    1. Yo creo que hay tantos tipos de belleza como líneas en los puntos de fuga del horizonte de la percepción que cada cual sea capaz de trazar.

      Salud, Dyhego.

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