martes, 27 de septiembre de 2016

La semilla de las palabras


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Los mejores encuentros literarios son para mí los que gozan de la cualidad de lo fortuito, de lo inesperado, de la fortuna de haber tenido el suficiente tiempo libre como para dedicarlo a no hacer nada, a holgazanear por las calles y por las librerías de viejo y de saldo, por los puestos callejeros en los que un día dí con una primera edición de Cien años de soledad o con el discurso de ingreso en la Real Academia de alguno de mis escritores preferidos, encuentros con lo que estando ahí hubiera pasado desapercibido de no haber sido por una parada, por el acto reflejo de la curiosidad ante el diseño del lomo de un ejemplar que aún estando perfectamente alineado junto a otros me dirige la mirada de un nombre que me atrae y me detiene, encuentros debidos a una ojeada sobre la estantería de la biblioteca en la que buscando un manual de protocolo topé con El silencio de la escritura de Emilio Lledó. Encuentra uno libros que le absorben la concentración y al cabo de muchas páginas se da cuenta de que los encontró por casualidad, sin proponérselo, yendo a otra cosa, tomándolos incluso con la anticipación del recelo y el prejuicio de todo lector hacia un texto que no sabe si entenderá o no, y es en ese momento cuando se toma fiel conciencia del valor del descubrimiento de todo lo que hay delante de nosotros, de la riqueza que se puede encontrar parándose uno a indagar un poco más en las inmediaciones del paseo y del presente, en ese estado de plenitud que se asombra del mecanismo de un lápiz. Leer un ensayo filosófico necesita siempre del placer de la meditación acompasasa con la que el alumno va discerniendo entre lo conocido y lo por conocer sin todavía haber llegado a una conclusión que si acaso se vislumbrará en un horizonte que ni siquiera ha asomado ante sus ojos, ya que será fácil que los mecanismos de la meditación le lleven a releer varias veces una misma frase, un concepto cuyos nuevos matices lo incorporen en el ejercicio de la relación con lo presumiblemente establecido como paradigma sobre el que hasta el momento ha establecido su entendimiento de lo cercano y de lo lejano, de lo dado por supuesto y lo desconocido, de lo imaginado y lo que aparece escrito en la página como uno de esos espíritus tras cuya sombra queda el eco de una pista hasta entonces en el vacío de la inmensidad de la ignorancia, y va sacando uno conclusiones que profundizan sobre lo hasta el momento establecido según nuestro modesto juicio a cerca de los más diversos temas del ser que nos habita y nos acompaña, sembrando el campo de nuestro escaso vocabulario con las semillas de las palabras que nos despiertan del manido y trasnochado letargo de las concepciones enquistadas como tumores insalvables de nuestras conjeturas. Me gusta dejar de lado por un tiempo las novelas y los cuentos, los pequeños relatos en los que la capacidad metafórica campa a sus anchas de la mano de las sutiles descripciones, para introducirme en el paisaje de las figuras del pensamiento, en el mar de dudas de la escritura reflexiva, en los fecundos desiertos de arena gramatical y dialéctica que persiguen la luz en la que nuestro cerebro encuentra una sesión de gimnasio con la que hacer trabajar a los músculos del razonamiento. En El silencio de la escritura de Emilio Lledó puede uno sentirse en una de esas casas muy bien equipadas de las que se disfruta del placer de unos días de retiro en mitad del campo, sin salir de la ciudad y saliendo de la lectura con la sensación de ser mejor ciudadano.

2 comentarios:

  1. Da mucho gusto buscar y rebuscar en los montones de libros, abrirlos al azar y leer algún párrafo. Mirar las portadas. Verle el careto al escritor. Señales que te pueden impulsar a leerlo o no.
    Reconozco que tengo muchos, demasiados, prejuicios.

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    1. Con Emilio Lledó se aprende al atrevimiento de mirar sin temor cualquier lectura.

      Salud, Dyhego

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