martes, 14 de marzo de 2017

Jean Santeuil


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Recojo de una estantería, de uno de esos fondos del vacío, de la pérdida, del desahucio o de la generosidad de quienes han llegado aquí con el propósito de desvincularse, por lo que sea y no sea y vete tú a saber, de sus pertenencias proclives a ocupar bulto/sitio/hueco, de la librería Re-read de la calle Tarifa, los dos ejemplares de Jean Santeuil de Marcel Proust editados por Alianza en 1984, dedicados con la firma y el leve comentario conmemorativo de puño y letra de ese pretérito lector harto de que la obra estuviese acumulando polvo en su casa, y lo primero que se me ocurre es sentirme/considerarme un privilegiado, un anodino hijo de las pautas del falso destino con el que se nos llena la boca en cualquier conversación, un ser al que le estaba esperando la obra previa al río de la novela completa/inmensa/lúcida/total, de la más completa de las novelas en la que se traduce En busca del tiempo perdido, esa obra que es el prólogo, el estudio preliminar de lo que los Swann y compañía dan de sí en las casi cuatromil páginas de A la recherche.... Yo, un hombre en mitad de la calle con un par de cafés en el cuerpo, ingenuo y por fortuna definido/indefinido y moldeable, hecho a mi mismo con los retales de las lecciones de aquí y de allá, sin más propósito que el de ir observando el paisaje urbano al que sin comerlo ni beberlo, todavía/aún/quién sabe, sin proponérmelo porque el desdén acompasa mis sentimientos y los alimenta de todo menos de rencor, veo cómo ha llegado a mis manos semejante regalo del azar, en un sitio peculiar por lo que a los encuentros con la literatura se refiere, en estos días en los que los libros más vendidos dan náusea, entrañable por lo que difiere con el resto de los locales del centro de la ciudad, único en mi mundo de Sofía, en ese lugar de mi imaginación en el que convivo conmigo mismo desde que hace ya tanto tiempo que no me acuerdo, en mi andar todavía, a estas alturas, pensando que la vida es bella, vivible, accesible, compartida, deseable, vida a pesar de los pesares de cuanto emiten los telediarios y esa jungla de noticias tan atiborrada de tormentos y de desajustes cerebrales.
Me persigue desde hace días una curiosa intuición: la de dirigirme a una librería con la presunción de que me encontraré allí con lo que sin saber ni cómo ni por qué ha acabado formando parte de la familia de libros que se van acumulando en esa lista de espera de la lectura que tiene su patria en la mesa camilla que uso como escritorio y como almacén del presente literario, de este día de hoy en el que la vista no me falla y mi corazón no se ha podrido de latir; esa mesa en la que los ejemplares se acumulan con ejemplar paciencia, con la disidencia del revés, con el sustento del perfume del incienso que tú me contagiaste utilizar, con la certeza de que tarde o temprano serán leídos, acariciados sus lomos, olidas sus páginas como quien huele el perfume de los poros de un cuello, con la puerta abierta a volver a empezar por ese párrafo en el que quedó encallado el punto de lectura no se sabe cuándo, el por qué es cosa del olvido que luego se fabula y se recrea al antojo de los buenos recuerdos.
Los libros, lo que en ellos se encierra y tan presuntamente en libertad se expresa, lo que habita en las habitaciones del relato, con sus personajes imaginados, con sus declaraciones de amor y de desamor y con su qué dirán escondido en el desván de los mensajes subliminares, con sus dichas y desdichas y metáforas y cuchillas de afeitar al ras de las aparentes perpetuas dudas del pensamiento, son un argumento ideal para no aburrirse jamás, y si hablamos de Proust no es cuestión de decir más; los libros y el mundo que uno se crea alrededor suyo, en la ínsula de los cuantos metros cuadrados de su casa, en el imperio de un apartamento de alquiler, en la República inexacta de un sueño por momentos conseguido y desde tiempos inmemoriales perseguido, como en un universo que cabe en treinta metros cuadrados y dentro del cual uno se las apaña para que le salgan las cuentas; los libros son los compañeros perfectos para idealizar la existencia y dejarse llevar por ella/ellos hasta los límites de la locura de la imaginación; los libros y la aceleración del pulso ante la emoción contenida que se suelta la coleta la mañana que desde muy temprano uno decide ponerse a vivir en ellos solamente acompañado por el café y el tabaco, por los silencios de la música clásica de los ruidos del hogar, por esa dulce maraña de ensoñaciones en las que el lector, el lector que en mí habita y con el que convivo, se inmiscuye en otra realidad dejando de lado lo que más cerca tiene, metiéndose de lleno en el fondo de los océanos esdrújulos y solitarios de esa otra vida dentro de ésta en la que consiste el placer de la lectura. Algo así debió pensar Marcel Proust al escribir su Jean Santeuil.

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