sábado, 13 de abril de 2013

Carpe diem.





Esta mañana, mientras me dirigía a la biblioteca, he tenido la sensación de encontrarme, por primera vez en este año, en un día de primavera propiamente dicha. Al encontrártelo de frente el sol transmitía esa ligera molestia que te hace entornar los ojos para observar el espectáculo de la calle como si lo estuvieras viendo a través de una leve cortina. Me he cruzado con un mimo que interpretaba la pose de una estatua de la libertad similar a una perfecta mole de cemento esculpido, con un joven guitarrista que cantaba muy bien, con cuyas canciones se embellecía el tramo comercial de una de las arterias peatonales cargada de tiendas y de letreros colgados de las paredes; he visto a los mismos clochards de siempre, en su postura habitual, dejándose llevar por su paciente indolencia, con cara de cansados ilustrados que a falta de papel memorizan sus versos y barruntan algo mientras simultáneamente sus dedos se barnizan con humo de tabaco. Junto a uno de ellos se encontraba el señor que vende ceniceros hechos a partir del reciclaje de latas de refrescos, que ya va siendo de la familia, y al pasar junto a ellos me ha venido a la cabeza qué pensarían éstos si supieran que algunos de los habitantes de la antigua Sibaris se quejaban si alguno de los pétalos de rosas sobre los que dormian estaba arrugado.
El trajín era de ida y vuelta y yo no quería que llegase el momento de torcer la esquina, cada vez más próxima, porque la vitamina D de los rayos solares me estimulaba sobre manera y al placer de no tener ninguna obligación se le estaba sumando la tonicidad de dejarme llevar sin prisa alguna, recreándome en cada baldosa; si el mundo pudiera detenerse o alargarse en esa posición de civilizado ajetreo, si los afectuosos saludos fueran tan continuados como los dos o tres que he intercambiado con los conocidos con los que me he encontrado, otro gallo nos cantaría, otra manera de funcionar tendría la historia.
La existencia tiene pequeños momentos, minúsculos instantes en los que se encierra buena parte de una particular esencia, con aspecto de polvos mágicos, que nos demuestra que es posible el ansiado reto de convivir en paz, sólo que nos resulta tristemente quimérico porque parece que a base de desengaños acabamos por hacernos la vida imposible, dejando al descubierto nuestra cruel debilidad; por eso siempre he envidiado la sabia pasividad de aquellos que disfrutan de cualquier cosa, dejándose llevar por un instinto de minuciosa contemplación, sin entrar al trapo del cúmulo de necedades y vanas arbitrariedades, con las que el rompecabezas de la vida se convierte en un puzzle hacia cuya composición muy pocos se atreven, y alguna de cuyas piezas se encuentra escondida en el cajón de los intereses de la destrucción, en la frialdad de la siniestra calculadora que sobrevuela el ritmo impuesto a nuestras vidas: lo que hay.
Desafortunadamente en Huelva no es apreciable, o lo es muy poco, ningún aroma que embargue, como sucede en Sevilla con el de azahar, en el que instalar la memoria y deleitarse con las fragancias que caracterizan a cada estación, con ese tipo de olores que instantáneamente te transportan a un determinado momento; más bien se corre el riesgo de que, debido a la alta contaminación procedente de los polígonos industriales cercanos al centro de la ciudad, algo parecido a un hedor a coliflor cocida, causado por la manipulación química de la celulosa, se introduzca en las narices y se grabe en las sienes del paseante hasta que éste acaba por reconocerlo como uno más de los pertenecientes al registro de olores instalados en su mente urbana. Pero esta mañana ni eso ha interceptado la recopilación de benéficas sensaciones con las que disfrutar de un breve pero intenso trayecto cargado de simetrías vitales, aparentemente, tales como el alegre rostro de casi todo el mundo.
Parecía que le habían puesto a todo una capa de pintura entre roja y amarilla, tenue y viva al mismo tiempo, como si esa iluminación estuviese haciendo el efecto de un fármaco con el fin de depurar los pulmones de la ciudad, con la intención de darnos una tregua y dejarle un hueco al disfrute de la monotonía; de modo que la situación era tan propicia al deleite que uno iba teniendo la sensación de que la metáfora de los trenes que pasan una vez y no se cogen terminan por perderse es cierta, y aunque un intenso sentimiento de alegría me ha acompañado durante un buen rato, finalmente no he podido dejar atrás esa injusticia que se llama oportunidad deshechada por la ceguera endémica, tan lejana de la igualdad de posibilidades y, después de haber extraído hasta el último átomo de nitrógeno suspendido en el aire camino de la biblioteca, no me he resistido a un gramo de indignación por tener la seguridad de que muchos de los rostros en los que he ido fabulando con la felicidad, con el carpe diem que esta mañana parecía haber caído del cielo, eran meros espejismos de un juego en el que no está permitido dar sensación de desfallecimiento.

2 comentarios:

  1. Clochard:
    Hay días que son especialmente aptos para ser disfrutados.
    Salu2 primaverales.

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    1. Dyhego:

      Y parece que necesitamos instrucciones para disfrutarlos; no nos resulta fácil ser conscientes de lo efímero que es el tiempo.

      Salud.

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