viernes, 19 de abril de 2013

Sala de espera.







Hoy, mientras aguardaba mi turno para ser atendido en la consulta del médico, en la sala de espera del ambulatorio me he ido encontrando con una serie de personas, a cual más dispar, que parecíamos haber sido puestos allí de manera expresa para llevar a cabo un experimento sociológico. A medida que hemos ido llegando nos hemos ido dando la vez, como siempre he oído decir, y el que más y el que menos ha tratado de encontrar su comodidad de la mejor manera posible, en esa burbuja aislada de la calle con olor a desinfectante; primero en uno de esos asientos de plástico, a cuyo respaldo se te pegan las costillas y al cabo de unos minutos no sabes cómo colocarte para definitivamente quedar instalado en la indolente y anhelada posición en la que aguantar el tirón sin ayuda psicológica, cuando lo único que hay por delante es la seguridad de que aún falta un buen trecho para que sea pronunciado tu nombre; y más tarde, y poco a poco, en la comidilla que se va formando, en la que siempre me sorprende la valentía con la que la gente se cuenta sus cosas más íntimas sin que previamente necesiten conocerse de nada; esto me parece un invariable indicio de que no se dispone de la conversación suficiente donde es más necesario e importante tenerla, y al mismo tiempo otro más de los reflejos con los que uno puede volver a convencerse de que no está loco, todavía.

 Este tipo de ambientes, junto a la comprensible preocupación que cada cual pueda tener, son propicios para ver la incertidumbre reflejada en los rostros, la impaciencia y también los rasgos de los valores cívicos de los conciudadanos, con los que de prestado compartimos el lapso que duran unos cuantos años sobre la tierra, viéndose por ende retratado algo de lo que somos en nuestras propias casas y en el interior de nosotros mismos. Puede que alguno estuviésemos allí por el mero trámite de recoger el resultado de unos análisis, por los que afortunadamente no nos esperábamos un preocupante diagnóstico, otros por el típico resfriado de entretiempo o por un dolor que no nos dejó descansar la pasada madrugada. Unos solos y otros acompañados por la mínima comitiva familiar con la que fortalecer el efecto placebo y convencerse, antes de entrar, de que no sería nada, de que se trataría de una simple afección provocada por el inoportuno envite del calor, cuando parecía que no iba a llegar nunca esta racha de calina que comienza a hacer ingobernable el sofoco. Por suerte, todo hacía suponer que nadie se encontraba al filo de la desgracia, por lo relajado de la situación, a pesar de encontrarnos en tan poco deseable lance, y ello contribuía a que la vehemencia con la que iban siendo narrados los más dispares y simples hechos que allí sucedían, hasta los ruidos procedentes de las consultas anexas, fuesen comentados como si esta mañana se hubiera trasladado allí el equipo de una emisora de radio para emitir su programa de los Viernes y hacernos pasar un rato entretenido.

Normalmente, antes de que dé comienzo el enredo de impresiones, el sube y baja de suposiciones, el carrusel de la imaginación sentando cátedra, la condescendencia mutua y el intercambio de razones para darse la razón hasta el infinito y más allá, se cruzan miradas en busca de conversación, de alguien con quien entablar un pequeño manifiesto para arreglar el mundo en un momento, una cierta dosis de gregarismo lanzando los anzuelos con los que ir recaudando adeptos para las causas que serán debatidas con una aplastante unanimidad de criterios que por una vez, y después de mucho tiempo, hará que todos tengan a bien lo acordado y sientan el beneplácito del estimulante cosquilleo de estar diciendo algo coherente que recíprocamente se aplaude, para lo que la guinda se encontraría en quedar luego para tomar unas cañas con las que celebrarlo.
Otras veces las quejas por el retraso, o por la nimia cantidad de minutos que el doctor dispone para atender a cada paciente, son el jugo preferido de la concurrencia, a pesar de ser argumentos que se deben repetir a diario en estos pasillos por parte de los más habituales, aquellos que se saben el protocolo de memoria y, minuto a minuto, le van indicando al resto el por qué de lo acontecido. Hoy, sin ir más lejos, uno de los presentes se encargaba con meticulosa pulcritud relojera de llevar la cuenta de quienes iban primero y quienes detrás y después y luego y ahora, incluso calculando, fiel a sus principios de buen pronosticador, si daba o no tiempo a fumarse un pitillo, a ir al baño o a acercarse al coche a por ese papel olvidado sin el que la ley de Murphy se le resistiría a esta escena tan variopinta como la del Show de Truman o El gran hermano.
Hasta aquí todo respondía a lo previsto en la normalidad de la sala de espera de un ambulatorio, pero el destino me tenía reservada una sorpresa, un héroe, uno de esos genios y figuras con los que uno sueña ver hacer de las suyas en una novela, un hombre libre al que parecía darle igual ocho que ochenta sin que nada se alterase por culpa de su conducta. En medio de todo el guirigay montado por los ilustrísimos sabios allí reunidos, había un señor que, aunque parecía ir acompañado por su mujer, no cesaba de hablarle a la pared, contando una tras otra todas las más relevantes noticias sucedidas en Palestina, la franja de Gaza,  Israel, Irán e Irak a lo largo de la última década. Chiíes, judíos, musulmanes, ultra ortodoxos, suníes, bombas, banderas, fronteras, cócteles Molotov, manifestaciones, aduanas, genocidios, fechas, días, atentados, acuerdos, armamento, malas artes, incumplimientos, parecía que él mismo se estuviera confesando, o haciendo un examen ante un tribunal a punto de concederle una plaza como profesor en la facultad de humanidades.
Ese hombre, ese tipo raro, ha hecho que yo dejara de prestarle atención al Elogio y refutación del ingenio, de José Antonio Marina, en el que me encontraba enfrascado, prefiriendo escucharle, a pesar de sospechar que alguna que otra cosa se estaría inventando, entre tanta barahúnda de imágenes y simulaciones de discursos con los que proclamar la consecución de una tregua, firmando el acta que hiciese posible que todos estuvieran contentos y de una vez por todas terminase este rosario de la aurora, este cuento de nunca acabar, en el que las esperanzas están a punto de tirar la toalla y todos aquellos que arriman el hombro lo hacen para sacar tajada del asunto. Pero su postura ha sido un canto a la libertad como hacía años que no presenciaba en medio de tanta cacatúa chinchorrera. A veces le miraban de reojo, otras directamente lo daban por perdido, pero él continuaba ahí, en su mundo de tierras divididas y sacudidos polvorines, sin que nadie pudiera alcanzar ese grado de autonomía que demostraba, ese encierro en su planeta, delante de su imaginado público, en su clase, en su conferencia, en la alfombra voladora en la que este Quijote ha pasado la mañana hasta que ha sido pronunciado su nombre.

4 comentarios:

  1. Clochard:
    Los hospitales y centros de salud son también un escaparate perfecto para ver tanto la grandeza como la estupidez de los humanos.
    Es curioso ver cómo, en sitios así y llevados por el síndrome del desconocido (síndrome cuyo nombre real no sé cual será), las gentes se cuentan sus miserias y secretos, sabiendo que ya no te volverás a encontrar con tal persona.
    Dese luego, el espectáculo está servido.
    Salu2.

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    1. Dyhego:

      He ahí, creo yo, la necesidad que tenemos de individualidad, de decir las cosas sin sentir que puedan caer mejor o peor, como si nos quitásemos alguna pulga de encima, y para eso nada mejor que alguien a quien puede que no vuelvas a ver. Es muy usual, y te pueden pillar por medio, así que lo mejor es ir acompañado de un libro.

      Salud.

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  2. Clochard:
    A veces ni un libro te garantiza que no te van a dar la murga. Puedo llegan a comprender que la gente tenga ganas de hablar y de ser escuchada, pero olvidan que nadie tiene obligación de escuchar. En mi trabajo hay una chica a la que le tengo pánico. Responde a los saludos sólo cuando a ella le da la real gana pero si un día decide que quiere hablar, no te libras. Me ve corregir, me oye responder "sí" o "no" con tono de compromiso, sigo corrigiendo mirándola lo justo... y la tía no se da por enterada, oye. En alguna ocasión he fingido tener que ir urgentemente al baño para librarme de su pesadez. ¿¡Hay derecho a tal tortura porque alguien tenga ganas de hablar!?
    Salu2.

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  3. Dyhego:

    En esos casos hay que relativizar todo lo posible y, como tú haces, ser lo más diplomático que puedas, pero es un fastidio y parece metira. En cualquier caso todas son buenas situaciones para sacar conclusiones. Todos somos un poco de todo. Lo malo es que cuando te atreves a explicárselo, a ese tipo de personas como tu compañera, te puedes meter en un lío, te topas contra otro de lo síntomas de la sordera que impera en el mundo.

    Salud.

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