viernes, 12 de abril de 2013

Saber el nombre.








Uno de los atractivos de la literatura es la cantidad de diferentes interpretaciones que se le puede dar a una misma obra. Suele decirse que una novela dispone de tantos puntos de vista como lectores la hayan leído. Creo que sucede lo mismo con una columna periodística, con un cuento, con cada uno de los personajes de una obra de teatro, con un pequeño relato o con un poema. Pienso que, de todos los géneros literarios, es la poesía la que más se da a esa multiplicidad de visiones, llegando  en ocasiones a disponer de autonomía propia cada uno de los versos de un poema, en todos los cuales se pueden concentrar contundentes imágenes y puntos de partida o de continuación de la lectura global de la composición que se trate.
También y en buena medida, a la hora de extraer conclusiones, todo depende del estado de ánimo en el que afrontemos la lectura; la manera en la que un mismo conjunto de versos es interpretado por una misma persona estará marcada en función de cómo ésta se encuentre, o la edad en la que los haya leído; podemos decir que esto es natural y cae por el peso de las palabras, por la interpretación de los conceptos emitidos en función de la posición del lector en ese momento, con todo lo que ello conlleva, porque es inherente al ser humano el crecimiento, el cambio, la metamorfosis hacia otros seres que habitan en él y que se van mostrando a medida que pasa el tiempo: la experiencia, los sucesos, las anécdotas, los viajes, la educación, el esfuerzo, todo ello hace que vayamos siendo otros a pesar de no dejar de ser quienes somos, con nuestra parte de cada una de las etapas vividas, pero al acecho de un inminente mínimo cambio por el milagroso atributo de no saber nada.
Si nos fijamos en las relecturas llevadas a cabo tras el paso de unos años, tenemos la posibilidad de percibir los cambios acontecidos en nuestro ser, y la distinta visión que obtenemos del mismo texto una vez pasado un determinado periodo; en dicho texto es fácil que hallemos muchos pequeños detalles, minucias, que en un principio pasaron desapercibidos o sencillamente fueron olvidados casi al instante, pero que en cambio ahora trascienden con más fuerza que en un primer momento, pudiendo llegar a formar parte esencial de la nueva interpretación obtenida de esa misma obra. He ahí la riqueza de la lectura, los submundos en los que nos sumerge, con la persuasiva posibilidad de que podamos volver a sumergirnos aún más profundamente cada vez que intentemos una nueva incursión aun basada en la misma obra, como si de cajas chinas de nuestra biografía se tratara este paseo a lo largo y ancho de un mismo libro, dentro de cada una de cuyas paradas nos encontramos en un determinado estado de madurez que alienta la búsqueda de nuevos campos de exploración y una más amplia diversidad de temáticas y autores, aspecto este último que suele venir de la mano de la sensación de crecimiento personal y utilidad intelectual que siente el lector al encontrarse bien en sus ejercicios de ratón de biblioteca, una vez que la satisfacción causada por las primeras lecturas pide algo más: diversidad, colorido, ángulos, ideas, diferencias, enseñanzas que ayuden a elegir, brújulas, radares, señales, datos al fin y al cabo que contribuyan a progresar.
Sucede lo mismo al contemplar una pintura basada en una serie de trazos, de los que en principio no fuimos capaces de sacar grandes conclusiones, hasta que alguien se nos acerca y nos guia y nos informa de los posibles condicionantes y porqués de la técnica empleada, del momento en el que fue realizada y las circunstancias personales que atravesaba el autor en aquel momento, por poner algunos ejemplos de lo que puede haber detrás de una obra; y a partir de ese empujón ya es otra cosa, ya la percepción se encuentra asistida por parámetros a los que agarrarse: contextos, temáticas, tendencias, originalidades. Hasta entonces nuestro primer juicio suele ser muy subjetivo y tremendamente espontáneo, valiente, sin condicionamientos de ningún tipo, atrevido y explorador, cosa que también ayuda a progresar porque supone un esfuerzo de gestión interna, sólo con los conocimientos de los que se dispone, para valorar algo que nunca antes habíamos tenido delante, pero a partir del momento en el que se saben algunas de las claves de lo que se pretende entender las valoraciones se sienten más cómodas, y por lo tanto les cuesta menos deducir, aprender por ellas mismas otros aspectos que salen al vuelo con los que se nutre todavía más el criterio y  se empieza realmente a disfrutar de la médula, del meollo y del corazón de cualquier obra de arte.
Todo cuanto rodea al artista se encuentra, de una u otra manera, reflejado en su obra, todo; porque el artista es su obra, es un todo de una cosa con la otra, una fusión perfecta para lo bueno y para lo malo, y porque la forma elegida para expresarse es el vehículo que mejor sabe manejar éste para mostrar sus sentimientos vitales: arte puro, que bien puede ser una de las grandes, sino la principal, diferencias para discernir entre mediocridad, comercio, montaje en cadena y autenticidad.  El creador es una esponja del ambiente que respira, es una comunión de ojos, tacto, gusto, olfato, oído y algún sentido más que no tiene nombre, y en sus ratos de calma pone en orden, con la ayuda del subconsciente, aquello que le chispea en el cerebro, como si de un encofrado, plano de arquitecto o fotografía en negativo se tratara, para después llevar a cabo la realización de la idea de forma consumada, no sin descartar varios fallidos intentos que no le satisfagan.
Por eso valorar una obra de arte es algo tan complicado de enseñar, tan difícil de explicar, que posiblemente una de las razones para que así sea es que buena parte de ello radica en lo sencillo, en la delicadeza con la que se esté predispuesto a afrontar la admiración, la traducción de una obra, sin tapujos ni fronteras, sin muros que se interpongan, sin destellos que cieguen, sin cadenas que le impidan la libertad necesaria al observador para que éste se sienta atrapado por algo que desconoce pero de lo que ansía saber el nombre.

2 comentarios:

  1. Clochard:
    Lo bueno de enfrentarse "virgen" a una obra de arte (literaria, pictórica, escultórica...) es que tú eres el dueño del descubrimiento: te gustará o no.
    Lo bueno de saber las características de la obra de arte antes de verla es que, si te gusta, la puedes apreciar mejor.
    Hay cosas a las que no les ves la gracias aunque te lo expliquen con mapas y otras que te cautivan aunque no sepas nada de nada.
    En fin...
    Salu2.

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    1. Dyhego:

      En fin, un poco de todo, desde luego, esa es una de las grandezas del arte.

      Salud.

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