sábado, 10 de mayo de 2014

La divina inspiración de la sencillez




Él sigue ahí, a lo suyo, sabiéndose contemplado como un personaje de Marukami, solitario y acompañado por sus libros sobre el suelo, silencioso y dicharachero cuando lo tercia la ocasión y alguien se le acerca para ofrecerle un cigarillo y preguntarle que cómo está la cosa. Él sigue ahí, en su puesto de vendedor ambulante, en sus pocos metros cuadrados de acera junto a un quiosco de la Gran Plaza sevillana, frente al bar con nombre de taberna que le despacha los cafés cortados con los que quitarse las legañas. Se llama Paco y fue uno de los protagonistas de una de las primeras entradas de este blog hace ahora más de dos años, cuando uno sabía aún menos que ahora cómo se hacía eso de ponerse a escribir con relativa decisión sin caer en la aburrida cotidianidad de la trivialidad de cuanto acontece, cuando uno se encontraba sacudido por las prisas de la prosa y del batiburrillo de palabras con las que darse a entender, cuando uno no sabía que podría pasarse mas de dos meses sin tocar bola, sin sacarle punta al lápiz, sin mirarse a la cara de la página en blanco. Paco me consiguió un ejemplar magnificamente encuadernado en rojo de Crimen y castigo, algunos libros de Miguel Delibes y colecciones de artículos que yo daba por descatalogadas sobre la Barcelona y el Madrid de la transición. Fue también él quien sin quererlo hizo que llegase a mis manos una primera edición de Cien años de soledad que seguramente sea uno de los libros que mayor carga romántica tiene de cuantos poseo. Él sigue ahí dejando pasar la horas, mirando de reojo la aproximación de algún agente de policía que viene a recordarle que no puede hacer lo que él hace, que no puede vender libros a precios de saldo, que no puede recaudar unos cuantos euros de una manera tan noble, que pronto se le acabará el chollo, cuando ellos, los tíos, los maderos, los pitufos, se harten y no encuentren ninguna otra pieza mejor que cazar, cuando en un arrebato de insatisfacción personal y profesional le toque a Paco la china y sea denunciado; mientras tanto él, como digo, sigue ahí.

Hay que ver con que ligereza nos apresuramos a hablar sobre todo aquello que desconocemos, como si supiésemos mucho de cuanto decimos y sin que nos dé vergüenza declararnos dueños del ramillete de supuestas verdades universales que tristemente manejamos. Pasas por una esquina conocida, uno de esos sitios que, a lo sumo hace un par de años, o tal vez menos, tienes en cuenta y por poca que sea tu capacidad de observación intuyes que son muchas las cosas que han cambiado; aún sin haberte dado cuenta de lo sustancial, de lo que realmente importa, de lo que antes era y ya no es, de lo que hace que la gente del lugar se comporte, querámoslo o no, de otra manera, de lo que ha desviado las atenciones del mercado, y tú sigues en tus trece como paseando por un archiconocido parque en el que tratas de darle a conocer a la humanidad tus observaciones, esa clase de monólogo interior y solitario que te acompaña a lo largo de los paseos por la ciudad. Paseas por callejones plagados de fachadas que te recuerdan la felicidad de otros tiempos, el anhelo de que vuelvan a suceder cosas como las de entonces, y caes en la cuenta de que gracias a ciertos gestos que sirven de punto de apoyo la vida puede reinventarse aludiendo a sensaciones, a fragancias de un pasado en el que todo sucedió gracias a la inspiración divina de la sencillez de las cosas. Y ese tipo de inspiración divina es la que siento cada vez que salgo por la boca de metro de la Gran Plaza y me dirijo hacia el lugar en el que Paco vende sus libros, dándome cuenta de lo poco que aún sé de este lugar, de lo afortunado que soy al no haber agotado los recursos de este rincón que pasa tan tristemente desapercibido en una ciudad de un millón de habitantes.

2 comentarios:

  1. Hay gente que es capaz de darle vida a una calle, a una plaza, a un rinconcito de la ciudad.
    Salu2 callejeros, Clochard.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Ahí está la vida, Dyhego, en cada esquina, en cada ventana, en cada ojo que se para a contemplarla, en cada hombre que con sus gestos enriquece el panorama.

      SALUD.

      Eliminar