viernes, 16 de mayo de 2014

Perversión



Que haya que ganarse la vida trabajando es un asunto de suma decencia y de provecho personal siempre y cuando esto se haga en beneficio no solo de los ingresos sino del desarrollo y el estímulo que provoca en todo individuo cualquier actividad en la que se sienta realizado. Que hoy en día sea frecuente decir, alcanzando la categoría de máxima, que quien trabaja en algo que le gusta es un afortunado, debido a lo poco frecuente de este aspecto, es de una tristeza mayúscula. Que una vez que tenemos acceso a un empleo entremos a formar parte de la voraz e insana competitividad entre los miembros de un equipo de trabajo es algo que da mucho que pensar y mucho que ganar a los patrones que lo consienten y para los que dicho comportamiento es requisito indispensable dentro de su empresa. Que la falta de discernimiento por parte de las personas que siguen a rajatabla los dictámenes marcados por sus superiores para llevar a cabo el papel que representan dentro de una entidad, cebados por primas y por cláusulas que apuntan  a determinados objetivos remunerados con dinero, ni siquiera con tiempo libre, es una de las nefastas consecuencias de la perversión en la que nos sumerge el trabajo. El tiempo es oro, bien es sabido, pero siempre y cuando se aproveche para fines que dispongan de la nobleza del estudio o el descanso, del goce y disfrute de tanto bueno como tenemos; pero que el tiempo acabe siendo el más cotizado de los metales para que la maquinaria no deje de funcionar es una sobresaliente muestra de lo poco que consideramos el aire que respiramos. Y lo malo, lo peor, es que aunque cuando nos paramos a pensar y a charlar sobre ello casi todos estamos de acuerdo en que andamos muy pillados, hipotecados, las conversaciones en torno a este tema en lugar de declinarse hacia interesantes propuestas para tratar de vencer a semejante amenaza sobre la pura existencia acaban siendo rezados credos al unísono de una complaciente resignación amparada en el hecho de que al menos se tiene trabajo, como si se tratara, en palabras de Beethoven, de a pesar de ser una triste palabra el único refugio que nos queda, el de la resignación, y... y que no falte. Decía Honoré Balzac que la resignación es un suicidio cotidiano, y de la fuente de ese suicidio beben las conversaciones cuando no se quieren aceptar las consecuencias del mal de la perversión provocada por la mera búsqueda del sustento. Una pena como otra cualquiera, solo que ésta va camino de devorarnos a todos cada vez con bocados más grandes, hasta que sean inapreciables los que de momento nos vamos dando los unos a los otros, cosa que ya está empezando a suceder. Entonces nos convertiremos en esos seres ciegos de la ficción de Saramago, pero sin el perdón que supone disponer de la vista y no usarla nada más que para prestarle atención a los números. 

2 comentarios:

  1. ¡Malos tiempos, Clochard! En tiempos tan convulsos, lo que prima, por desgracia, es el "sálvese quien pueda", ya que otra cosa no se puede hacer. En momentos así, sale lo mejor y lo peor de cada uno.

    Salu2 laborales.

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    1. Dyhego:
      pero si al menos nos parásemos a pensar qué es lo peor y lo mejor de cada uno; si no nos dejáramos arrastrar tan descaradamente. En fin, corren malos tiempos para la lírica.

      SALUD

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