jueves, 4 de diciembre de 2014

Naturaleza



Dentro de la aparente monotonía se encierra la resolución de los dilemas de la vida, el significado del devenir de las cosas, el sentido de la acción o la no reacción, los argumentos del paroxismo o de la falta de énfasis. Todo se encuentra ahí, delante de nosotros, bastaría con descifrar los códigos internos de cada uno de los pequeños actos que llevamos a cabo para darnos cuenta de la inmensidad intrínseca en cada uno de los movimientos muchos de los cuales inconscientemente realizamos guiados por el instinto de no hacerlos de otra manera, por no plantearnos siquiera el por qué de cada uno de esos gestos que configuran la dialéctica del día a día, desde la singularidad de lo más simple a la ecuación de segundo grado de lo más complejo. A veces me paro a pensar en lo diferente que sería nuestra existencia si cambiáramos un par o tres de hábitos, y me pregunto cómo hemos llegado a dar por hecho y a tener tan asumido el dictamen de ciertas costumbres profundamente intrincadas en nuestra manera de comportarnos, aún a sabiendas de que con ellas podemos propiciar el mal. De la misma manera que si viviésemos una centésima de segundo antes que nuestro vecino nunca lograríamos coincidir con él, así de curioso resulta pensar qué sucedería si sólo uno de los más característicos rasgos de nuestra conducta fuera de otra índole a la que es: cambiaría el curso de vidas enteras, se multiplicaría la diversidad de desconocidas circunstancias en miles de biografías contaminadas por el aburrimiento, qué sé yo. Eso por un lado, y por otro el irrefutable hecho de que cada persona es un mundo, un universo, una selva virgen, una novela, un cuadro que a medida que por él va pasando el tiempo aparece representado de diferente manera a consecuencia de la evolución.
La naturaleza humana muestra unas flaquezas tan evidentes que nos asustaríamos si supiésemos lo que cada uno de nosotros sería capaz de hacer en depende qué momento. Somos tan parecidos y tan desiguales, tan cercanos y tan alejados los unos de los otros; estamos aparentemente cortados con un mismo patrón pero somos diametralmente opuestos. Las apariencias engañan o quieren decirnos otras cosas que no son las que interpretamos; a pesar de disponer de los mismos sentidos los usamos con muy diferentes grados de sensibilidad; tenemos ojos y pupilas y córneas e iris pero, como diría Campoamor, vemos el panorama en función del color del cristal a través del que miramos; olemos fragancias, perfumes y aromas que nos invocan distintos recuerdos y emociones basadas en diferentes pasados, tantos y tan particulares como cada cada uno de nosotros; tocamos para pulsar, para agarrar un arma o para empujar una puerta, para hacer caricias o para aguantar el peso de un objeto que se nos viene encima; oímos prestando o no atención a lo escuchado, por una oreja nos entra y por otra nos sale o se nos queda muy adentro, tan adentro que a veces nos llega al corazón; apreciamos la cualidad, la textura, la temperatura de un líquido en la boca desde que entra en contacto con los labios, pero cada cual le da una interpretación personal a lo sentido, a lo más o menos atisbado en función de lo mejor o peor nutrida de la base de datos de su paladar mental. Estando tan cerca y tan lejos como estamos llega a veces uno a pensar que casi parece un milagro que consigamos ponernos de acuerdo; o es que a caso nos ponemos pero sin saberlo.

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