viernes, 4 de septiembre de 2015

En estos días.


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Parece como si en estos días, en esta época de final de verano que antecede al otoño, se vivieran en Sevilla varias estaciones en el transcurso de unas cuantas horas. En un abrir y cerrar de ojos se puede pasar de una soporífera calor a una más que refrescante brisa. Todo el mundo anhela la llegada de la caída de las hojas de los árboles, la otra parte del armario, el uso de las camisas de manga larga, la tregua con olor a sala de cine de los meses que prologan al invierno. Ahora, cuando todo empieza a saber a curso en ciernes, a goma de borrar y a sacapuntas, me vienen a la cabeza aquellos años en los que las promesas sobre aprovechar el tiempo durante los siguientes trimestres académicos era una de las cosas con las que me autosugestionaba para convencerme de que ahí había algo que me salvaría de la maldición de la mediocridad y de la estupidez de las conversaciones que continuamente giraban en torno a temas que a mi no me interesaban nada. Luego todo sucedía al revés, o casi todo; luego uno se refugiaba en los hábitos y las costumbres de los compañeros de clase que más filosofaban y más faltaban a clase, esos predilectos del ars vagaborum en pleno siglo XX. Recuerdo aquella etapa con mucha nostalgia y con mucho cariño, con muchas ganas de repetir algunas de aquellas escenas, sobre todo esas en las que el intercambio de libros que leíamos en la última fila de un aula del bachillerato nos hacía protagonistas de una rebeldía sin causa de la que nos sentíamos ingenuamente satisfechos. La ingenuidad era entonces el hilo del que tirábamos para levantarnos del aburrimiento que nos proporcionaban algunos profesores para a través de ella explorar por nuestra cuenta lo desconocido. Somos todo lo que hemos ido siendo, somos todo lo que seremos a medida que nos vamos descubriendo. Ojalá lleguemos a ser lo que somos. Somos como ese volcán de la imagen, que expulsa una columna de humo de su interior queriendo sosegar su espíritu, reconfortándose en el desahogo, diciendo este cráter es mío. Todos tenemos algo de volcanes, de seres potencialmente grandiosos dentro de los cuales se produce una inesperada erupción en el momento menos pensado. La cuestión es que no llegue la lava al río, que seamos capaces de saber hasta dónde y cómo y cuándo. Con el paso del tiempo una de las cosas que uno va teniendo medio clara es que las consecuencias de la soberbia y de la vehemencia, de las que tan difícil es desprenderse, son uno de los males más ridículos y más frecuentes; y cada día más en esta civilización del entretenimiento y del espectáculo de la que tan lúcidamente nos daba cuenta André Gide y nos la continua dando Vargas llosa. Con qué facilidad opinamos y exponemos ideas y conjeturas sin coherencia, con qué fanatismo nos da por cerrar puertas y ventanas y matar a miles de semejantes, con qué locura nos permitimos la licencia de atribuirnos derechos que traspasan la libertad del prójimo. Ahora, en estos días de final de verano, me siento atraído por el placer de la lectura y por el vicio de escribir, de romper a escribir, y para acorazarme contra las calumnias del presente me visto con un chaleco antibalas resistente a las inclemencias de la pólvora del desdén, y me acuerdo de esos compañeros con los que, aunque uno faltase más de lo debido a clase, siempre había un hueco para las interesantes inquietudes de quienes sabían que harían todo lo posible por estirar su juventud como si de un chicle se tratara, que no tendrían más edad que la que en cada momento ejercieran y que merecerían la pena ese tipo de divagaciones que aburren a cualquiera.

2 comentarios:

  1. Siempre es bueno tener un volcán en el interior. Señal de que algo bulle dentro, energía, vitalidad, inquietudes...

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