lunes, 19 de septiembre de 2016

Agua bendita


Resultado de imagen de primeras lluvias

Caen las primeras gotas durante el prólogo del otoño y parece ya que el deseo por quitarnos de encima el sopor de los últimos tres meses atenuara las ansias de la desesperante espera tras muchas noches en las que ha sido difícil dormir, cuando para expresar lo que queremos decir echamos mano de un no pegar ojo que se vuelve costumbre recobrada durante los meses de julio y agosto. Esa impaciente anticipación que moja las calles y sorprende a quienes se encuentran en casa con el soniquete del agua repiqueteando en los cristales, como llamando a la puerta de la siguiente estación, esa lluvia que moja a todos los desprevenidos a los que a pesar de habérseles ocurrido la idea de coger un paraguas al ver aproximarse un cúmulo de nubes negras optaron por no cargar con él y acabaron mojándose, o poniéndose como una sopa que es como a mi más me gusta decirlo; ese cambio de luz que matiza la sensación de humedad en el ambiente aportándole un inigualable olor a tierra mojada a las esquinas, un aroma que le recuerda a uno los inicios de curso de la infancia algodonada de un pueblo de Jaén en el que todavía se iba a por agua a un lugar que todo el mundo llamaba Los Grifos; las postrimerías de la haraganería traviesa de la EGB, el universo del tablero de damas y el balón, del trompo y las canicas, de las galletas María y del poncho de Blimunda, es el paseo por un pasado que se vuelve cercano como los recuerdos recién grabados en la memoria de un sueño dulce y plácido. Cuando llegan estas fechas siempre me viene a la memoria el olor a goma de borrar y a libros de texto, a lápices afilados con la promesa incumplida de mantenerme aplicado durante todo el año, a fila india en el primer día de colegio tras unas vacaciones de verano que parecía que no iban a terminar nunca porque el tiempo con el que de niños disfrutábamos de los juegos en la calle durante los meses de estío se alargaba como un chicle bajo los efectos de la levadura de la imaginación; el tranco burro, el churro media manga y mangotero, el arroz cocido, la rayuela, las batallas con tirachinas hechos a base de bocas de botellas de plástico a las que se les acoplaba un globo, los maceteros de aro de hierro que servían de canastas para jugar al baloncesto en la calle enganchándolos a la reja de una ventana; todo se hacía en la calle menos comer, dormir e ir tres o cuatro veces al día en busca de agua fresca a nuestras casas que bebíamos de un trago ante la advertencia de nuestros padres de que nos pondríamos malos si seguíamos bebiendo de esa manera en la que beben los sedientos de aventuras; todo tenía un matiz de solidaridad tristemente después inusitada a la que le resultaba muy fácil adaptarse a los otros chicos hijos de emigrantes que venían al pueblo de vacaciones desde Santander, Barcelona, Asturias, Bélgica o Alemania. Estas primeras gotas de lluvia lo transportan a uno al país de las maravillas de las novelas de Julio Verne y de Daniel Defoe, a los cómics de Superhumor que venían encuadernados en forma de libros grandes y de pasta dura, a carteras y carpetas ordenadas, a manuales de texto forrados con plástico sellado por cinta aislante, a agua bendita de esa nueva etapa que aparece en el rostro de todos los septiembres.

2 comentarios:

  1. Tengo ya ganas de oír y ver llover, pero de forma suave y continua.
    Jugar en la calle ya es parte del pasado, me temo.
    Salu2, Clochard.

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    1. Oír llover es como escuchar la música clásica de los violines del otoño. Yo sigo jugando en la calle, aunque a otras cosas y de otra manera.

      Salud, Dyhego.

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