miércoles, 2 de noviembre de 2016

El alma en el camino


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Una de las conclusiones a las que uno llega con el paso de los años es a la de que vivir es un aprendizaje para la muerte, para afrontar la desaparición, tanto la propia como la de los demás, como algo que además de inevitable es necesario, algo que forma parte de ese cántaro hueco del Tao por el que fluyen las ideas transportadas por un aire que las acaricia y las envuelve en el transcurrir, en el devenir, en la consecución, en el fluir del incesante movimiento de la vida, la de aquí y ahora y la de cuando ya no estemos. No nos acordamos de cuando no estábamos, es imposible, ni sentíamos ni padecíamos, y de la misma manera todo sucederá cuando ya no estemos; serán otros los que se dediquen a continuar labrando los senderos de la civilización, supongo, creo, imagino, haciendo realidad la ciencia ficción de hoy en día, mientras los que hayamos desaparecido nos dediquemos al sueño eterno del placentero descanso posterior al trabajo bien hecho, siguiendo vivos en los gestos de aquellos que nos quisieron hasta que mediante su inexorable paso el tiempo se encargue de ir diluyendo nuestro rastro; por eso creo en la conciencia, en los propósitos de enmienda que tanto nos cuesta asumir y afrontar, por eso creo que no consideramos lo suficiente a quienes se batieron, y de qué manera, el cobre antes que nosotros para que ahora hagamos uso de ello con una supina carencia de sentido común que no soporto. Vivir eternamente debe ser una pesadilla, no hay quien resista las embestidas de un seguir viendo cuando todo cambia al vertiginoso ritmo que cada vez va dejando con más insistencia en la cuneta la escala de valores y los principios fundamentales de la convivencia entre los hombres, las conductas, el respeto, la obra de arte de una vida de la que parece como si pensáramos que ha sido fácil conseguir cuando el hecho de que estemos aquí de pie para contarlo se trata en realidad de poco menos que de un milagro. Reflexiono con frecuencia en la poca importancia que le damos a lo que somos, a lo que paulatinamente nos convierte en lo que vamos siendo en un camino de progresión ascendente hacia el autoconocimiento del que los impulsos de la creciente avalancha de absurdos estímulos se ha propuesto desterrarnos. Somos, como dice Henri Nouwen, lo que hacemos, y ese hacer depende de la apertura de nuestras pupilas y del sentimiento de gratitud para con lo que nos rodea; pienso también en lo desapercibidos que pasan por delante de nosotros los trenes del presente perdiéndonos en los raíles de la tragedia de las anestesias consumistas y las espiritualidades de medio pelo que nada tienen que ver con mirar en nuestro interior sino más bien con adoptar el aislamiento como mecanismo de defensa, algo parecido a un desvirtuado concepto de esa soledad creativa que tanto bien nos hace y a la que tan poco dispuestos estamos a escuchar, tirando por la borda el manantial de los días recién pintados imprimiéndole un desmesurado esfuerzo a una incesante preocupación por el futuro, por un futuro que no está en nuestras manos sino en las de aquellos que manejan a su antojo las fuerzas de la ciencia como promovidos por el impulso de la autodestrucción, del suicidio en masa de la civilización de la mano de los submarinos Trident y las bombas atómicas, de los artefactos nucleares y las cabezas de misiles capaces de dar en el blanco a ocho mil kilómetros de distancia, con tan solo apretar un botón. Veo un vídeo titulado Cuando ya no esté en el que Iñaki Gabilondo entrevista a una serie de contrastados científicos que opinan sobre lo que sucederá dentro de tres décadas y se me ponen los pelos de punta; se vencerá a la muerte, se combatirá el envejecimiento mediante el uso de las inmortales células del cáncer; se lleva trabajando en esto desde el año 1956, momento en el que se descubrió que las células que provocan dicha enfermedad no se destruyen nunca, por lo que el objetivo es conseguir una longevidad inagotable mediante la ayuda precisamente de la parte de esas células que permanecen continuamente vivas; se habla también de que llegará un momento en el que no comamos animales, en el que se fabricarán los alimentos, y se me viene a la cabeza eso que creen algunos niños americanos que no han visto nunca el campo cuando afirman que siempre han pensado que la leche sale de las fábricas construidas a tal propósito. Tal vez lo que más me haya impresionado es cuando se llega a afirmar que en los próximos veinticinco años asistiremos a más cambios que en los últimos dos milenios, y entonces he decidido ir a dormir y a relajarme, a pararme a pensar en lo que acababa de escuchar, a asimilar lo que se nos viene encima con un sentimiento entre de miedo y de curiosidad. Una de las más firmes pruebas de que nuestra civilización se está acabando es que nos hemos dejado el alma en el camino, muy lejos, allá donde el hombre no se atreva a regresar.

2 comentarios:

  1. La muerte, tan cercana, a pesar de que la queremos bien lejos de nosotros. No queremos mirarla aunque ande cerca.
    Evito pensar en la muerte y, si lo hago, me gustaría que me pillara durmiendo. Me da más miedo la enfermedad, el no poderme valer por mí mismo. Eso sí que me atormenta.
    Vivir eternamente, no, pero que la juventud se mantuviese muuuucho tiempo, sí.
    ¿Para qué quiero ser eternamente viejo?
    Salu2 jóvenes.

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    1. Debe ser maravilloso llegar a haber aprendido a morir.

      Salud y larga vida, Dyhego.

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