lunes, 14 de noviembre de 2016

El tren de los libros


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Entro en una biblioteca y noto de inmediato cómo todo se transforma en el emocionante preludio del par de horas en las que la dedicación al estudio y al silencioso hábito de la lectura se amoldarán fácilmente a mis mejores deseos de tranquilidad, de grato exilio en esa especie de mundo aparte con el propósito de salir de él transformado, enfrascado, satisfecho por el descubrimiento de uno de esos autores de los que uno ha escuchado muchas cosas y de los que todavía no ha leído nada. Esta tarde he entrado por primera vez en la biblioteca Felipe González Márquez de Sevilla, tan cerca de mi casa y tan lejos de mis planes de mis últimos meses, empecinado en visitar siempre las mismas, las conocidas, las que más a mano me pillan y en las que he ido dejando una parte de mi adaptación a esta ciudad, a las que me dirijo con la inercia de un sonámbulo que no tropieza con los jarrones del pasillo de una casa en plena madrugada: las bibliotecas Alberto Lista de la calle Feria y la Infanta Elena de la zona del Chile, en las que parece como si mi rincón preferido en cada una de ellas me estuviera esperando con un invisible cartel de reservado, una silla y una mesa en las que poder montar el campamento de la reconciliación con el mal estudiante que fui cuando tuve la oportunidad de estudiar en la universidad, junto a los pasillos que conducen a los volúmenes de arte y de filosofía, ese lugar que el azar le reserva a mi familiarizada presencia con la de otros usuarios que van allí a leer el periódico o a tomar ejemplares en préstamo, a merodear por los estantes con ese aire de cazadores de respuestas que tienen lo ratones de biblioteca. Hay usuarios de las bibliotecas a las que voy que gozan de una cierta pose novelesca que los aproxima a la figura del profesor digno y trabajador, comprometido y serio, culto y humilde, amante de las reflexiones y fieles al lenguaje del progreso meditado en base a las líneas que marcan las fronteras de los derechos del hombre. No se desprende uno de la fabulación nunca, siempre tratando de intuir a qué se dedicará su vecino de mesa en función de los libros con los que ande liado, en los que se encuentra la solución a esas miradas clavadas en el infinito de las dudas de los que parece que viven en la biblioteca, los que estaban cuando uno llegó y siguen ahí cuando uno decide marcharse. La primera impresión que he recibido en mi recién estrenado lugar de retiro espiritual es la de una paz anticipada que iba palpando antes de llegar, una paz que hacía tiempo que no encontraba y que tiene que ver con la temprana hora de la tarde en la que me he dirigido allí y con la ubicación del edificio, justo al lado del río, en una zona propensa al paseo y a la meditación acompañada del balanceo de las ramas de los árboles de la calle Torneo cuando se camina por la orilla del Guadalquivir. He comenzado a escribir y al instante me he dado cuenta de que lo único que se escuchaba en la sala era el tic de mis dedos sobre las teclas del ordenador. Más tarde han ido llegando estudiantes, padres y madres acompañando a sus hijos y ayudándoles a hacer los deberes, ancianos en busca de una revista con la que matar la tarde, vigilantes justificando su presencia y moviéndose con torpeza entre los carros y los mostradores de recepción; entonces ha cesado esa primeriza calma y la escena ha ido paulatinamente introduciéndose en un halo de sonidos de fondo, ese tipo de músicas clásicas que emiten los cuerpos, los gestos, las puertas, los muebles y los tiradores de los cajones. Una de las destrezas que he ido adquiriendo con el paso de los años es la de no perder la concentración durante la lectura ni la escritura a pesar de que alguien esté hablando justo a mi lado o un monótono y discordante ruido se esté produciendo mientras me sumerjo en mi mundo; hasta el punto de que una cierta dosis de compañía nunca me disgusta, como por ejemplo cuando viajo en Metro o en un autobús urbano, o cuando me reclino en el asiento de un tren y me dejo llevar por la imaginación entre las perspectivas del paisaje y las voces de los pasajeros sentados a mis espaldas, haciendo de todo ello un mural con el que la lectura se ve alimentada con las trufadas secuencias que la realidad le brinda a quienes no conociéndose de nada se encuentran juntos por unas horas, como en las compartidas mesas de estudio de las bibliotecas, a bordo de ese otro tren de los libros.  

2 comentarios:

  1. El ambiente de una biblioteca es muy especial. Lo retratas muy bien, Clochard.

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    1. Es una gozada, uno de esos grandes placeres accesibles de la vida.

      Salud, Dyhego

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