sábado, 12 de noviembre de 2016

Sexto día


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Disfrutar de una mañana libre de sábado es uno de esos placeres de los que uno disfruta aún más si se lo ha encontrado sin proponérselo, sin esperárselo, fruto de la flexibilidad de un cuadrante, de la tregua que a veces nos conceden los horarios en esta emboscada de producción de la que para salir indemne conviene refugiarse en el interior del pensamiento más positivo del que uno sea capaz no dejándose arrastrar por las quejas y lamentos de muchos de cuantos nos rodean ya que, aunque justificados, pueden conformar el arma letal con la que se vienen abajo los castillos de las ilusiones, el desafío de los proyectos y lo que es todavía peor, el merecido y continuado impulso que nos hace mantenernos en pie creyendo en lo que hacemos. Estoy tan acostumbrado a la obediencia debida al trajín de un oficio que suele tener durante los fines de semana tendencia al ajetreo, que a la par que disfruto de un resquicio de inesperado tiempo libre siento la extrañeza de no encontrarme trabajando, y tal vez por ello disfrutando aún más de cada cosa que hago, como bebiéndome el zumo de naranja de las calles de Sevilla camino de la librería de saldo que visito a diario. Esto de esta mañana de disfraz de estudiante y visita a los amigos del barrio que gozan del vicio compartido de la literatura y el pensamiento, además de proporcionarle a uno un respiro le da también la posibilidad de comprobar a lo que sabe una mañana de sexto día sin hacer nada más que lo imprescindible, o sea ese montón de pequeñas cosas con las que se afrontan de diferente manera las dudas sobre la organización personal y el equilibrio entre vida y lectura, entre cesta de la compra y existencias del frigorífico, entre ropa planchada y colada pendiente, entre bombillas cambiadas y tornillos domésticos apretados con ese tipo de destornilladores que actúan como perfumando el hogar con el silencio de las bisagras bien engrasadas. Cuando uno dispone de un poco de tiempo se pregunta cómo sería vivir sin dejar de hacer lo que a uno más le gusta haciéndole sin demora caso al cuerpo en cada deseo que éste le pida, manejando con libertad la luz del día, tumbándose cuando a uno le viene en gana disponiendo de la calma necesaria para pensar cuál será la siguiente ciudad y el próximo libro, la siguiente película o el próximo restaurante o teatro o auditorio en el que escuchar a esa filarmónica con la que sentir el huracán del terciopelo de los violines entrometiéndose en los huecos que el alma comparte con el corazón. Ayer, cuando estaba a punto de terminar mi jornada de trabajo, cuando estaba ya pensando en cómo organizar el día de hoy, recibí la grata noticia de que esta mañana de sábado otoñal con pinta de albaricoque escarchado gozaría de uno de esos despertares con los que la claridad del amanecer inunda mi apartamento, pudiendo después dedicarle un buen rato a desayunar en la Alameda de Hércules acompañado de un ejemplar de Babelia y de la presencia de toda esa gente que va de un lado a otro en esa zona tan frecuentada por jóvenes con perro y fular, con firme parsimonia de gusto por el cambio, de esperanzas puestas en un líder político al que anda uno ya aburrido de que lo llamen "el de la coleta". En este país, cuando no sabemos cómo llamar a alguien, siempre recurrimos a una parte de su aspecto con la que denominar al conjunto de la persona, y normalmente lo hacemos con un aire socarrón que contiene un cierto matiz y cualidad de ignorancia que expresa muy a las claras lo poco que nos hemos parado a pensar en el ser humano al que nos referimos, quizá muy hartos de que no nos vean a nosotros mismos como nos gustase que lo hicieran, y de ahí nuestro empeño en el recurso del apodo con aires caricaturescos para tratar de resarcirnos de nuestros propios defectos/excesos. El tiempo se va con la misma facilidad con la que las palabras se las lleva el viento, el tiempo es mucho más nutritivo cuando con él alimentamos nuestras pupilas y no desfallecemos en el gerundio del verbo vivir, aquí y ahora, en esta mañana de sábado sevillano templado/destemplado en la que las sombras de las figuras de los árboles son la versión sureña de lo cerca que se encuentra el Polo Norte de la tibieza con la que se templan los cuerpos parados al sol de un parque o de una plazoleta, en la cuna de la belleza en la que tantos pintores aprendieron la composición de la textura de la inmortalidad de la naturaleza.

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