martes, 13 de febrero de 2018

Divagando



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La Ciudad sigue en su sitio, incólume, ella, sólida y fugaz, solitaria y acompañada, hija predilecta y desterrada, austera y sibarita, salvaje y adiestrada, atemperada y friolera, atenta y descuidada, progresista y nostálgica, ambivalente y múltiplo de sí misma, es un decir. La Ciudad es un crucigrama de calles y de curvas asfaltadas en dirección a la Alfalfa, un taxi tratando de sortear una esquina donde uno menos se lo espera, un milimétrico ton ni son con sentido de la picardía. La Ciudad es un mosaico, eso ya se sabe, un abecedario y un Rosario, y un perfecto desorden de los nombres más sagrados. La Ciudad tiene un toque salino que le viene de las marismas, unos cuantos puentes y un digamos que río bien acaudalado, en el que se ejercitan los remeros y algunos barcos navegan cargados de turistas, a los que durante un paseo fluvial se les informará a cerca de tres o cuatro cosas que no van más allá de lo que acapara la atención que se le pueda prestar a ese menester por parte de la la persona encargada al efecto, a los constantes defectos de puesta en escena que han acabado formando parte de lo cotidiano. La Ciudad se abastece de la espesura de la idiosincrasia, de la hipocresía y de la nobleza, de la cuenta atrás de la Semana Santa. Hay rincones poco propicios que se dan por descartados, rizos del rizo del aburrimiento, cargamentos de poesía para marineros en tierra, y hay rincones para la contemplación y el sustento del silencio, para la meditación más audaz en las ecuaciones de la búsqueda de la tranquilidad. La Ciudad y su cuerno de la abundancia, y su tolerancia restringida, y su adrenalina servida en bandeja, y su inoperancia y su en un arrebato todos a una. Me gustaría escribir todo lo que sucede en una de las esquinas de La Ciudad.


2 comentarios:

  1. Cuanto más grande es una ciudad, más hiperbólica se vuelve la gente. Hay un pique por las excentricidades. Cuando bajo a la ciudad, una de las cosas que me asombra es ver la cantidad de "modelitos ridículos" que se pueden ver. ¡Un auténtico museo de los horrores! Una vez vi a un señor que llevaba un abrigo que se ataba por detrás, como si fuera una de esas camisas de fuerza de las películas de manicomios antiguas. En otra ocasión, vi a una señora que llevaba una camisa (o lo que fuera aquello) que parecía un delantal. Y una chica que llevaba unos zapatos de charol con la bandera británica, y una señora que llevaba una falda de campana tan ancha, que subió unas escaleras y le vi las bragas, etcétera.

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    1. He ahí la riqueza de todo lo susceptible de ser convertido en metáfora, que es donde se encuentra el meollo de la literatura. Como decía Saul Bellow, todo cuenta.

      Salud, Dyhego.

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