domingo, 22 de abril de 2018

Claroscuro


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Con la Feria las calles de La Ciudad se presentan con una tonalidad de semi abandono digna de ser aprovechada para el deleite del inusual silencio de las zonas normalmente más concurridas. El aspecto de tranquilo y apaciguador desamparo de los callejones del caso antiguo amortigua la voz interior en un susurro manso y delicado que memoriza sin esfuerzo dos, tres, cuatro versos, historias que salen al paso, retazos de prosa caminada, sótanos del subconsciente armonizados a pie de asfalto por el encargado ritmo de los zapatos de la puntuación. La gente de La Ciudad, tan dada a la exclamación, a la voz alta, al comentario lanzado al aire rescatado por el oído de los poetas, estruendosa y exasperada hasta lo hiperbólico, deja el rastro de su desaparición como si sus voces estuvieran ligadas al paisaje del recuerdo, como esos fantasmas cuya presencia se intuye pero no se palpa. Las mujeres, con sus coloridos vestidos de flamenca, con sus mantillas y peinetas y collares, con sus lunares y sus ojos rebosantes de la inconfundible luz de estos lares, hermosean la escena cotidiana alelando a los rayos del sol, incrustándolos sobre la instantánea de esos rostros llenos de la genuina belleza del Sur; eso si, van dejando de ser habituales los tacones, viéndose en los pies de algunas damas ese tipo de calzado con suelas como de grosor de corcho que parece taponarlas al suelo. Los cocheros visten de blanco y negro luciendo sombreros de copa que salpican de siglo XIX la Puerta de Jerez y la Plaza del triunfo; y ante ese repertorio de folclore intuido, nítido en el proyecto de la futura escena, reina el contraste de una cada vez mayor nómina de vagabundos que me lleva a pensar que cualquiera puede ser un clochard, que todos lo somos en potencia, que nadie se encuentra a salvo del cariz pendular de nuestra historia. Un señor de unos setenta años, más o menos bien arreglado, luce frente a una pequeña cesta de apócrifo mimbre el rostro del pedigüeño que no contaba con esto, del que no se lo esperaba, del que aún conserva el recelo y el pudor higiénico del inexperto en el trance del derrumbe no explicado; un joven de rasgos escandinavos con uñas largas y mugrientas yace sobre una acera del Centro mientras a su lado hay otro que le implora y le echa en cara haberle quitado el sitio; la señora sin piernas y sin brazos de la calle Tetuán, depositada ahí por algún hijo de mala madre que caída la tarde vendrá a recogerla, parece ya tan de piedra, tan huidiza, tan absorta en una plomiza lejanía, que no mira ni su sombra. A las puertas del ayuntamiento se reunen unos cuantos operarios del servicio municipal de limpieza que por enésima vez piden lo suyo, y a las tres treinta dos gorilas posarán reglamentariamente junto al coche del alcalde. Como decía José Bergamín, existe la luz, y existe la sombra, pero no el claroscuro, que es una trampa sentimental, un ilusionismo, porque el claroscuro es miedo a la verdad luminosa y sombría.

4 comentarios:

  1. Es admirable lo bien que escribes. Te mando un saludo.

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  2. Clochard:
    discrepo. Todo es claroscuro. ¡Sería todo tan fácil!
    Salu2.

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    Respuestas
    1. Ese claroscuro es una invención nuestra, Dyhego, como una especie de eufemismo con el que salir del paso; creo yo.

      Salud.

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