martes, 15 de mayo de 2018

El precio de la indiferencia


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La libertad de expresión no está precisamente pasando por su mejor momento, y su misma descomposición se confunde entre palos y empujones, entre fanáticas exclamaciones de irracionalidad por parte de acérrimos fieles al dictamen de la ceguera ideológica que acaban incurriendo en la posición de los demás sin la más mínima muestra de respeto. Todo fanatismo lleva debajo del brazo el hedor de la imposición, y si a eso se le pretende llamar libertad de expresión tenemos un problema, un problema de educación que sale a la palestra tanto en las calles como en el Congreso, tanto en las aulas como en los hogares, tanto en los estadios como en las banderas, un fanatismo sin más sentido que el de la identificación mal instruida que lleva a la sociedad por la calle de la amargura. La libertad de expresión, como sustento de la voz de la ciudadanía, se ha trasnformado en una aparente posibilidad de ejercicio que una vez llevada a cabo deja todo tal como estaba, mordiéndose la cola en un sospechoso inmovilismo de las circunstancias generador de impotencia y contrariedades, cosa que cansa y aburre y decepciona y desespera. Todos lo días hay manifestaciones, protestas, proclamas, recogidas de firmas y en ese plan, todo muy bien escoltado por las fuerzas de orden público, para que se vea que miran por nosotros al mismo tiempo que nos dejan ejercer nuestro más íntimo derecho, pero a cambio de tener que pagar el precio de la indiferencia. Sale uno enfrascado de una cierta dosis de esperanza cuando ve en televisión algún programa cuyo objetivo es informar de lo que no se suele hablar, de lo que no se sabe, de lo que suponemos que es, como es el caso de El Intermedio o de Salvados; sale uno de ellos sintiendo que no se encuentra solo, que existe una tendencia crítica y razonable, sin pelos en la lengua; ahora bien, pasan los días y las semanas y seguimos en las mismas, más o menos objetivamente informados pero tan indefensos y con la misma cara de lelos que antes. Siento miedo, siento que algo está pasando o va a pasar, cuando veo cómo los padres de los niños de siete años de edad que disputan la final de un torneo alevín de fútbol se enzarzan en una trifulca dándose puñetazos, queriéndose matar, matándose si pudieran; siento mucha vergüenza ajena al contemplar el rostro de triunfo y las posteriores declaraciones cargadas de cinismo del recién investido presidente de la Generalitat de Cataluña; me dan asco los comentarios de algunos de los tertulianos de esos programas en los que no se sabe medir la distancia entre el sensacionalismo y el diálogo, que se ríen a la cara de los pensionistas, que riman contra corriente los versos de sus descabellados discursos. Parecía que nunca como ahora, cuando se supone que estamos más y mejor informados, podríamos ponernos más fácilmente de acuerdo; parecía que llegaría el día en el que entendiésemos que  de una vez por todas había que empezar a hacer algo para aprender a sopesar las consecuencias de los actos, pero es como si debido a todo este engorro y disparate, a toda esta ola frenética de estímulos y de futilidades por doquier, de todo este engañabobos en el que cada vez hay que trabajar más a cambio de menos dinero y mayor insatisfacción, nos estuvieran enterrando en el estiércol de una descarada mediocridad que riza el rizo de la insolencia.


2 comentarios:

  1. Desgraciadamente, no es posible mejorar tu descripción de todo lo que nos acontece día a día. Por desgracia, la incultura imperante es un caldo de cultivo infecto y mal oliente, una especie de Espada de Damocles que pende sobre nuestras cabezas. Ánimos.

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