miércoles, 2 de mayo de 2018

Para quitarse el sombrero


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Lo triste de los ejemplos de coherencia y dignidad llevados a sus últimas consecuencias es que son fáciles de recordar por lo poco frecuentes que resultan, por su pura y dura rareza. En 1964 Jean Paul Sartre, que veía venir la tendencia por arrimar su lúcida ascua a la sardina del partidismo por parte de uno de los dos bloques de la Guerra Fría, cuando su ambición era en realidad el entendimiento entre ambos, dijo que un escritor que adopte posiciones políticas, sociales o literarias, debe actuar solo con sus propios medios, esto es, el mundo escrito, y que todos los honores que éste pueda recibir exponen a sus lectores a una presión indeseable; fue este uno de los principales argumentos con los que rechazó el premio Nobel de literatura de aquel año. La libertad personal es el arma con la que los grandes pensadores sortean las amenazas de las adulaciones de quienes van buscando que la balanza se incline de su lado, tomando como pretexto la inteligencia de intelectuales que en el fondo nada tienen que ver con las indecorosas intenciones de los malversadores de la razón, es decir la clase política que justifica los medios tergiversando el mensaje y tomando como excusa la aparición de determinadas personalidades del mundo de la cultura para fines poco nobles. Manuel Chaves Nogales salió de España asqueado, aburrido, cansado del contrasentido de lo que era y de lo que no era la Guerra incivil; llegó a Francia, donde poco después fue sorprendido, durante otra Guerra con visos de ser la continuación de la anterior, por la invasión alemana, y desde allí, asqueado de nuevo, partió hacia Inglaterra en busca de un lugar en el que poder hacer lo que más le gustaba, un lugar en el que poder escribir e informar con objetividad y sin el acecho ni de la conminación ni de la hipocresía del aplauso ramplón e interesado, tan solo buscando ejercer su profesión de forma honesta y clara. En el 399 a. C. Sócrates, condenado a muerte, durante su última noche tuvo el ofrecimiento de su amigo y discípulo Critón de preparar una fuga que le permitiese salir de Atenas, y se negó porque entendía que debía acatar la pena que le había sido impuesta. Poco después, sobre el 275 a. C. Fabricio, eximio general romano, célebre por su austeridad, rechazó los regalos de los samnitas tras firmar con ellos la paz, y los del rey Pirro de Egipto por pretender conseguir su amistad mediante bellos obsequios; más tarde fue nombrado censor y lucho sin tregua contra el excesivo lujo de los gobernantes, y fiel a sus principios y valores, orgulloso de si mismo, murió en la más estricta pobreza. En estos días estamos siendo testigos de otro gran ejemplo de esa libertad personal que ostentan los grandes hombres; Emilio Lledó, uno de los máximos exponentes del pensamiento actual, ínclito habitante de la razón, hijo predilecto del silencio de la escritura, sobresaliente filósofo más reconocido fuera que dentro de España, ha rechazado la medalla de oro de la Comunidad de Madrid porque ha visto cómo uno de sus grandes amores, la Universidad, ha salido muy mal parada con el consentimiento de quienes tienen el poder. Para alguien que todavía piensa, como se creía en la antigua Grecia, que la política es la más arquitectónica de las ciencias es bochornoso contemplar el estado de degradación al que tal ciencia está siendo sometida, y por lo tanto dice NO; NO porque la degeneración ideológica de los políticos es una absoluta felonía, y porque considera inexplicable que todavía se esté votando a corruptos, punto en el que me viene a la cabeza el magistral Ensayo sobre la lucidez de José Saramago. Decía Immanuel Kant que el ser  humano es lo que la educación hace de él, y Emilo Lledó apuesta por una educación que aporte libertad a la mente, libertad de contemplación y de entendimiento, libertad de vivir y de creer y de crecer y de prosperar y de aprender asombrándose, y por eso siente una mezcla de indignación y aburrimiento ante lo que sucede en la mente de los políticos que, como apuntaba Nietzsche, emiten ese sonido hueco que revela una entrañas llenas de aire. Con Emilio LLedó hay que quitarse el sombrero.


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