El jefe es aquel a quien siempre hay que tener contento. A quien hay que hacerle caso y escuchar cada vez que habla. Con él siempre resulta una obligación sin esfuerzo el diálogo y el calor de un apretón de manos. Su presencia nos enriquece. Sus consejos y puntos de vista nos hacen crecer. Cada vez que el jefe entra por la puerta todo deben ser mimos y cuidados, atenciones y detalles, preguntas en busca de datos que nos aporten el camino a seguir para contribuir a la consecución de un pedacito de su felicidad, para que, aunque no viva en el restaurante, se sienta como en casa o mejor si es posible. El jefe sí que sabe lo que quiere y nos enseña a dejar buen sabor de boca, a actuar con la debida prudencia y con la chispa de un consentido descaro cargado de ironía llegado el caso, si se tercia la ocasión y el tiempo lo permite. Ante sus peticiones ha de destacar el afán y el empeño, la manera de ver como darle el gusto de tener lo que pide, como mínimo intentarlo. Merece la pena el propósito. Nunca se olvida de darnos la justa recompensa. En ocasiones, muy frecuentemente, nos otorga más de lo acordado y nos gratifica sobresalientemente porque le sale del alma y porque quiere, porque le apetece, porque piensa que nos lo merecemos. A veces este premio nos llega en forma de parné y otras una sonrisa vale más que todo el oro del mundo.
A mí, particularmente, me encanta verle la cara a mi jefe. Estoy encantado con él. Unas veces habla más que otras, pero siempre me enseña algo. Y agradecido es un rato largo. Y permisivo ni les cuento. La de veces que ha soportado injustificados retrasos y equivocaciones que no tienen explicación. Hasta frío y calor ha llegado a sobrellevar con toda naturalidad. Inclusive que no se le llame por su nombre, créanlo, a pesar de que él no siempre se acuerde del nuestro, cosa comprensible y que carece de la mayor importancia teniendo en cuenta que su simple comparecencia es sinónimo de que nos recuerda con agrado.
Llegado este punto, ustedes comprenderán que un solo jefe se volvería loco para barajar semejante tinglado. Por ello son necesarios varios jefes. Cuantos más mejor. Muchos. Decenas, cientos. De esta manera nos encontramos, por un lado, con los de siempre, algunos de los cuales son como de la familia, y por otro con los nuevos patrones. Con estos últimos se goza mucho enseñándoles el barco que nadie mejor que ellos sabrá cómo mantener a flote, con la ayuda de los más veteranos entre los que, y no les exagero, los hay que se merecen un templo o una estatua por estar siempre tan encima de nosotros. Por pagarnos religiosamente cada primero de mes y desearnos que tengamos unas felices vacaciones, por hacer que sea posible que cada día luzcan las bombillas y el teléfono continúe sonando. Por ofrecernos la posibilidad de ejercer y corregir nuestros fallos, por no escatimar en el buen estado de las instalaciones, por llenar el libro de reservas de nombres y apellidos, de números de teléfono y horas de llegada, por adaptarse tantas veces y con tanta tolerancia y cordialidad a las circunstancias de otros jefes que llegaron primero. Hoy por ti, mañana por mí, se dice un jefe a otro, y todos tan contentos, y nosotros quitándonos el sombrero ante el derroche de generosidad y comprensión que nos muestran como ejemplo. Porque sin ellos nada de esto existiría, ni tan siquiera estas líneas, ni ninguno de los millones de letreros que muestran la entrada de una casa de comidas. Por que el jefe y mi jefe, y el jefe de mi jefe, queridos lectores, es el cliente.
Querido Clochard:
ResponderEliminarEl jefe más duro es uno mismo pero,el jefe más ingrato es "Don Dinero",por un lado llega después de ganarlo duramente y por el otro se vá,sin decir adios.
Un abrazo fuerte!!
Querida Amoristad:
EliminarTodos los matices son lógicos, pero en el caso que nos ocupa el cliente debe ser considerado como quien todo o mueve, a pesar de que a algunos jefes les moleste que los empleados tengan esta creencia.
Mil besos.