jueves, 14 de febrero de 2013

Paisajes fronterizos.









La inusual temperatura que tenemos en estas fechas del año, tan apacible como para salir a dar un paseo y dejarse llevar por los grados de benevolencia que nos conceden estos anticipos de una primavera que se deja ver venir regalándonos la fragancia de los cítricos recolectados de los árboles de las plazas, lo transporta a uno a pensamientos vividos en otras calles, en otras ciudades en las que el clima no suele ser tan placentero y en las que se suele mirar desde las ventanas mucho más de lo que se acostumbra a hacerlo en el sur; pero de inmediato caigo en la cuenta de que esa es una costumbre arraigada en todos los lugares porque existe en nosotros una especie de impulso que nos hace proyectar la mirada hacía cualquier punto con el fin de encontrar el complemento que le falta al pensamiento  o al sencillo hecho de no estar haciendo nada. Releyendo Ventanas de Manhattan, de Antonio Muñoz Molina, reparo en las veces que me quedé durante largo tiempo ensimismado observando lo que ocurría más allá de las paredes de mi apartamento. Y es que las ventanas son como un agujero tras el que esconderse y no perderse nada de ese formidable espectáculo que se representa en las avenidas, los callejones, las esquinas o las calles. Los balcones también han sido siempre buen argumento para salir a fumar un cigarrillo mientras se ejercita el hábito de ver, de contemplar lo que sucede ahí abajo inmune a las circunstancias que puedan desbarartalo todo, aislado en esa cámara abierta que ofrece la posibilidad de tomar instantáneas en el momento preciso en el que algo sucede y puede ser atrapado por los ojos para instalarlo en la memoria de las retinas, para que pase a formar parte del registro de sensaciones que se van acumulando en el cerebro.

Siendo estudiante, en Sevilla, cuando decidía hacer un descanso y aparcar momentáneamente los manuales de gastronomía, protocolo, historia de la cocina y viticultura, solía posar mis brazos sobre la barandilla de un estrecho mirador que daba a una callejuela que, a pesar de estar casi escondida en una zona céntrica de la ciudad, conservaba todo el espíritu de vida típico de esas zonas  que por una u otra razón conforman un estratégico cruce de caminos en el entramado urbano de una capital y en las que se pasa de una considerable concurrencia a un deshabitado panorama en un abrir y cerrar de ojos. Era un lugar perfecto, aquel piso de la calle Acetres, para extraer minuciosas secuencias de los cambios de luz y para comprobar que todo el mundo habla solo. Allí fui testigo del tirón que un macarra delincuente hizo que una señora diese de bruces en el suelo, a lo más que llegue fue a decirle hijo de mala madre no sabiendo quién sentía más miedo, si la señora o yo. En otro lugar de la misma ciudad, en uno de esos barrios de trabajadores que por momentos te hacen pensar que te encuentras en un pueblo que nada tiene que ver con el trajín y la velocidad de la orbe, era capaz de enterarme de las noticias más importantes mediante los comentarios a voces que hacían los clientes de una tasca situada justo debajo de donde yo vivía. Aquella escena no me molestaba en absoluto, mas bien me resultaba castiza y graciosa, y lo mejor era bajar a comprobarlo con el Perla y el Barbas, con el Piti y el Chuchi, con el Curro y el Trompo: parados que se cagaban en la mala hora en la que habían votado a este o a aquel. Allí comprobé que en un plato de caracoles y una cerveza hay tanta compañía como la que se pueda encontrar en los muchos personajes de El Quijote y que además de la vista el oído es crucial para sentir la vida y aguzar la imaginación.

Al pasear me gusta atender a las formas de las ventanas y los balcones, intuir cómo se verán desde cada uno de ellos las cosas y cuáles serán los sonidos que con más frecuencia se perciban desde el interior de esos pisos, qué ruido será escuchado como extraño. Hay varias modalidades de música clásica, una de ellas es la del sonido emitido por la algarabía de los niños jugando en el patio de un colegio. Recuerdo cómo todos los vecinos de la calle Diego Hernández de Murcia sabíamos la hora exacta del día en la que nos encontrábamos cada vez que tenían lugar los dos recreos de los que disfrutaban los chavales que acudían a un colegio de primaria de esta zona. Aquella sonoridad de párvulos revoltosos era una especie de reloj para mi propia organización y en alguna ocasión me avisó de que podía llegar tarde al trabajo. Desde allí se tiene una parcial panorámica de la fachada de la estación del Carmen y una muy buena fuente de documentación visual para recrearse en la mezcla de maletas e inmigrantes junto a la de locales regentados por musulmanes, africanos y orientales de cuyos carteles sobresalen tipografías propias de las lenguas de sus lugares de origen. El silencio de esas observaciones nos emite la voz interior con la que tratamos de darle explicación a los actos más cotidianos y encontrar las coordenadas sobre las que se dibuja la parábola del presente para transportarlas a nuestro mental cuaderno de notas y sentir que formamos parte de un conglomerado de vaivenes y casualidades tras el que concurren los hechos mas y menos inesperados, como el inesperado silencio que delataba la presencia del Sábado al no escucharse el juguetón galimatías de los niños del colegio.
De la misma manera que miramos al exterior lo podemos hacer para adentro. En las viviendas cuya iluminación natural procede de aberturas que dan a jardines o descampados, a corralones o rompecabezas de tejados, también se encuentran imágenes con las que acercarnos a lo que sucede afuera, con fogonazos dispersos con los que alcanzar a presentir, adivinar o sospechar. Igualmente las azoteas en las que tender la ropa son una conexión con el clima, los aromas, los sonidos y la interpretación en miniatura que desde ellas se hace del lugar en el que se habita; en éstas la altura es un plus adicional a todo lo que allí pueda ser barruntado por el monólogo interior que se pregunta si habrá algún vecino observándolo desde alguna de esas muchas francotiradoras ventanas a las que se enfrenta en solitario el tripulante de la terraza. Desde luego que el recuerdo más espectacular que tengo de una azotea es el de Conil de la frontera; allí disfrute de una privilegiada vista al mar cuyo prólogo era todo el entramado de techumbres de ese montón de casas encaladas que singularizan el revestimiento de las calles de los pueblos blancos de la provincia de Cádiz. En cuanto a vistas interiores nada comparable con la que se tenía en un piso de la calle Jardines de Madrid, entre Gran Vía y Sol, en pleno centro, en el que el paisaje fronterizo con las espaldas de un sofá, a través de una cristalera, era un terreno inexplicablemente deshabitado en el que se daban cita decenas de gatos y que algunos residentes de otros apartamentos aprovechaban para utilizar como vertedero en esos días en los que no se encontraban con ganas de salir a tirar la basura.

Por eso creo que sea desde donde sea siempre existe un hueco para ver la realidad y acomodarla en cierta medida a nuestro antojo; quiero decir hacerle un hueco en una contemplativa soledad con la que se nos brindan multitud de detalles en los que vernos reflejados y con los que deducir parte de lo que no nos explicamos porque no es suficiente con salir a la calle, porque se necesita lanzar la mirada desde varios flancos para, en una postura entre investigativa y de perezosa curiosidad, detectar los pormenores de la gran inmensidad de lo que nos rodea, sin ir más lejos.

2 comentarios:

  1. Que diversidad de gentes y lugares,que bonito es el mundo si se sabe mirar desde adentro hacia fuera...Un abrazo curioso!!

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    1. Todo se presenta como una gran inmensidad de curiosidades ante nuestros ojos, es fantástico. Quién pudiera dedicarse solo a eso, a ver y a contemplar, a conocer.

      Mil abrazos.

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