viernes, 1 de febrero de 2013

Tráfico colapsado.







No sale uno de su asombro, cada mañana, cuando comprueba que la vida sigue, que el decorado de la existencia se muestra ante nuestros ojos como por arte de magia y que, quedando cosas por hacer y proyectos a los que aun no se les ha dedicado la atención necesaria, todavía se piensa en lo que podría resultar de esto o aquello, de otras cuestiones que salen al paso de las sensaciones. Es uno de los prodigios y privilegios del pensamiento, ese continuo reguero de imágenes con las que se puede soñar despierto y darle vida a todo cuanto supuestamente no la tiene para que la compañía de esos seres con nombres materiales enriquezcan los quehaceres cotidianos. Ser un Quijote no es mal vicio, solo que se topa uno con la iglesia con más frecuencia de la deseada. Cada mañana emprendemos la tarea de resucitar y enfrentarnos a las horas, sobre las que aun no ha acontecido nada, que nos son servidas en bandeja para que hagamos de ellas algo con lo que irnos a dormir con la sensación de que le hemos aportado un par de fructuosos brochazos a lo vivido y le hemos dejado marcados unos puntos suspensivos tras los que continuar construyendo.

 Mientras preparo el desayuno voy pensando en lo enigmático que resulta haber llegado hasta aquí y vivir en este país, hablar este idioma y tener estas costumbres. Pienso que  bien podría haber sucedido algo muy diferente pero el azar quiso que las circunstancias depararan este presente con tatuajes de un pasado, al que se atiende en monólogos con los que extraer soluciones para situaciones que nos suenan a conocida melodía, e imaginadas cicatrices del futuro a las que les vamos preparando el terreno con un botiquín bien surtido de hilos y agujas . La radio, en medio de esa claridad en la que se confunden los primeros ruidos de los vecinos con el timbrazo del cartero, va emitiendo voces que informan de sucesos y causas perdidas, opiniones que se deshacen en el café y se escurren en la taza de los cereales, mas o menos delictivas, y a veces aparece una tertulia que pone algo de azúcar al desarreglo de las calles, a la tensión y el enfado con el que los hombres de este tiempo salen en busca del pan con la inseguridad clavada en sus sienes. Entre col y col una lechuga pero no cesa la incertidumbre, y cuando aparece un poco de calma reaparecen los fantasmas del cinismo y la abyección que se han propuesto no dejar títere con cabeza.

Es habitual que uno de los partes diarios de los noticiarios se dedique a la información del estado del tráfico en las carreteras, alertando a los conductores de la problemática que pueden encontrar si transitan por una vía u otra; se ofrecen rutas alternativas en caso de accidente, se aconseja respetar la normativa y aumentar la precaución en beneficio de todos, porque todos somos conductores, no solo de nuestro vehículo sino de nuestra vida. Pero sospecha uno que hay quienes conducen y quienes son conducidos, quienes guían y quienes son guiados, quienes tienen palabra y por quienes se habla, quienes iluminan y quienes son iluminados por diversas razones, la más perentoria de las cuales hoy en día es la del éxito sea al precio que sea y por el tiempo que sea. Ya vaticinó de alguna manera Andy Warhol que cada uno de los miembros de la sociedad encontraría quince minutos de fama; una fama de cartón piedra, de compra y venta y alboroto, de tumulto de intestinos hambrientos, de descollados jardineros o albañiles micrófono en mano zarandeando los brazos para que una caterva de indefensos inocentes crean que por ahí van los tiros, a las espaldas de cuyos trámites y diseños se encuentran los mercenarios de una tolerada corrupción que firma sus contratos y proclama el evangelio de la sonrisa profident como antídoto contra la frustración, método que va de perlas para justificar la poca atracción de no pocos hábitos que necesitan de un más noble apoyo de la inteligencia.

El tráfico hace que las colas lleguen hasta los cruces en los que los cuerpos de seguridad habrán de poner orden al descontrol y procurar enderezar el entuerto, pero si hablamos de la seguridad que puede sentir la ciudadanía por los dictámenes de quienes se encargan de impartir justicia nos sucederá como al Quijote que llevamos dentro: nos toparemos de frente contra los molinos, nada que hacer. Hay colapso en las carreteras, pero también lo hay en las oficinas de los partidos políticos, en las que los tesoreros hacen de las suyas sin que haya juez que se atreva a abrir una investigación. Hay colapso en los ayuntamientos, en las diputaciones, en los ministerios, en los hospitales y laboratorios. Hay colapso en los certámenes gastronómicos, cuyos candidatos a alzarse con el premio han pagado previamente, vete a saber en concepto de qué, una buena cantidad de miles de euros tan solo para ser nominados. Hay colapso de engañifas en todo lo que nuestra imaginación se proponga, por desgracia. Pero uno de los colapsos de tráfico más denigrantes para la especie humana es el de los cuerpos, como sucede con la prostitución y con esas gentes que piden por las calles a la espera de que venga una furgoneta y los recoja y les requise una cosecha de monedas esparcidas entre los piojos de los bolsillos y la mugre de las manos; y por si con eso no tuviésemos bastante tenemos el tráfico de niños, en países africanos, que destacan por sus habilidades futbolísticas, a cuyas familias se les hace desembolsar todo el dinero que tienen con la promesa de que serán enviados a Europa para ingresar en la formación de un equipo que los lleve al estrellato.

Cualquiera de esos espaldas mojadas, que nos ponen los pelos de punta cuando de miedo y de frío tiritan en la costa, se ha dejado en el intento toda la fortuna que le había dado tiempo a ahorrar a lo largo de su hasta el momento angustiosa e indigente vida, y el premio con el que se les recompensa, ese que lleva la etiqueta de la tierra prometida, es la repatriación o la perseguida mendicidad en un país en el que de buenas a primeras se encuentran solos ante el peligro, como Gary Cooper pero sin nada ni rien ni nothing ni niante. De la misma o parecida manera se actúa, hoy en día, en esas naciones africanas que en las últimas dos décadas se han caracterizado por exportar talento deportivo a los campos europeos; hay en ellas agentes que se dedican a saquear la dignidad de los esfuerzos de los niños con virtudes gimnásticas a la hora de hacer malabares con el balón, para después dejarlos tirados y con el culo al aire, más de lo que ya lo tenían si cabe, porque ni hay sitio para todos ni todos son tan fantásticos como se les describía en el cuento de adas en el que consistía el montaje; luego se les abandona como a una sospechosa y deshauciada maleta en mitad de la Gran Vía, y a expensas del aire que corre por la calle, mientras sus familias aguardan la llegada de los primeros resultados con los que comenzar a devolver el dinero que les sumirá en una perpetua deuda imposible de solventar. Entre tanto a nosotros solo se nos ocurre ingeniárnoslas para disponer de las previo pago retransmisiones sin las que la vida no tendría sentido y llenar los estadios gritando insultos racistas que conmueven solo de pensar la fiera que hay dentro de esos corderitos que fingen muy bien junto a su suegra. El teatro está servido, señores, y la calumnia frente a los indefensos se presenta como ingrediente aborrecible y putrefacto a la sombra de cualquier entretenimiento con el que se acaba colapsando el tráfico, en este caso el tráfico de infantiles futbolistas.


4 comentarios:

  1. Panorama tan deprimente como cierto el que describes, hoy, Clochard.
    Salu2.

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    1. Casi nada, Dyhego. Mire para donde mires ya sabemos, pero esto no tiene nombre.

      Salud.

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  2. Es terrible la falta de escrupulos que tienen algunos personas para utilizar la desesperación y la confianza de seres humanos indefensos.Pero lo peor es la gente que ocupan puestos relevantes en los gobiernos,ayuntamientos o entidades bancarias que utilizan su poder e influencias para satisfacer sus más bajos instintos.Tristemente trágico...Un abrazo de valores!!

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    1. Si señora, tristemente tráfico. Nos queda nuestra manera de andar y de respirar para contagiar al resto de que todas estas situaciones no nos dañen demasiado, porque por sí solas son espeluznantes, a todos los niveles.

      Mil abrazos.

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