jueves, 23 de mayo de 2013

Clientelismo con goteras.





Es curioso cómo se para ahora uno a pensar, una vez que han pasado los años, lo mal que aprovechó todo aquello que le caía del cielo, todos aquellos consejos y lecciones, esa manera tan fraternal con la que impartían clase algunos de los profesores que me tocaron en suerte en el colegio. Ahora que las leyes para la educación andan en el pantanoso terreno de las turbias reminiscencias que nos llevan a pensar en la desigualdad, siento una profunda congoja viendo en el espíritu de los gobernantes una total desatención al verdadero significado de la palabra público. Yo estudié en en un colegio público, y ahora que lo pienso, de los de verdad, de los primeros en los que se respiró en España un halo de aire fresco que tardó más de cuatro décadas en llegar.
Recuerdo, cuando era un niño, la cara de alguno de los adolescentes que años antes fueron mis predecesores en su papel de alumnos; jóvenes que tuvieron que soportar a alguno de esos cafres instructores que daban collejas y bofetadas, que atizaban con una regla y tiraban de las orejas, que apretaban los mofletes hasta hacer daño, que injuriaban a sus pupilos como fórmula mágica para extender sus aborrecibles dotes docentes, que hacían de la burla y el escarnio sobre un indefenso muchacho delante del resto de sus compañeros una de las habituales escenas con la que dejar claras las cosas, llevando por bandera eso de que la letra con sangre entra y sintiéndose encima orgullosos de semejante retraso mental, haciéndoles a los chiquillos objeto de ese tipo de humillaciones que tan caras han costado para el posterior comportamiento como padres de muchos de los que por entonces iban a la escuela; toda una carga de complejos que para el resto de sus vidas habrían de llevar a cuestas aquellos que no supieron cómo sacudírsela, debido a lo poco implantada que se encontraba la costumbre de la enseñanza de los valores con los que realmente se cimenta la personalidad, en aquellos días grises que aún resistirían durante un tiempo a la desaparición del franquismo. Y todo para aprenderse de memoria unas cuantas reglas, como papagayos, o para recitar una serie de oraciones de las que no se llegaba a profundizar ni en el mensaje ni el significado de un buen porcentaje de las palabras que las componían. Todo para fomentar el miedo y darle valor a una falsa apariencia en cuyas tripas se fraguaban las candelas del rencor, del remordimiento y la venganza, de la huida, del escapar de ese mundo bárbaro en el que los libros terminaron por ser tan temidos como una de esas fiebres que no sabe uno si contraerá en su próximo viaje a un país lejano.
Todo tan natural y tan bruto, tan sucio y tan bajo, tan de poca monta como sus protagonistas; y no sé por qué ahora, aunque de otra manera, claro está, solo faltaba que nos pusiéramos a dar bofetadas, aunque algún profesor habrá por ahí que se quede con las ganas o centros en los que el deseo de que algo parecido a aquel horror no sea tenido por tal, veo acercarse una serie de diferencias que, de no cambiar el rumbo del obcecado y retrogrado pensamiento del ministro de educación, acabarán por plantarnos en un modelo hiriente para la sensibilidad de la clase obrera haciendo de nuestro país el hazmerreir de la Europa a la que deberíamos imitar y aspirar a emparentarnos en nuestras posibilidades de diálogo, de exposición de argumentos, de hacernos entender, de mostrarnos al mundo como una sociedad limpia que todavía guarda el mejor de los recuerdos de los planes ilustrados en los que la figura de la libertad, como ingrediente principal del desarrollo y el crecimiento, era la piedra angular sobre la que sostener las ideas.
Como decía al principio, a pesar de no haber sido un alumno modelo sino más bien todo lo contrario, no dejo de recordar las muchas tardes en las que recibía las explicaciones de Don Antonio y de Don Manuel, dos profesores que sabían cómo entendernos, cómo hacernos ver la importancia del estudio y la lectura, impulsándonos con su generoso esfuerzo a que se nos quedara grabado el mensaje de la utilidad del conocimiento, fuera en la faceta que fuera, pero sobre todo en la vida, en el salir a la calle, en lo que se nos avecinaba al pasar de nuestra pubertad a la primera juventud, momento a partir del cual nos veríamos frente a un aluvión de posibilidades y peligros que habríamos de saber solventar con nuestro sano y bien aprendido espíritu de hombres libres y honrados. Se enfadaban con nosotros, llamaban a nuestros padres, nos castigaban no dejándonos salir hasta una hora más tarde o suprimiéndonos algún recreo, pero eran ellos quienes nos amparaban en aquellos ratos de sanción dándonos ejemplo, pues no dejaban de trabajar sobre su mesa, en la misma aula, ni de resolvernos las dudas provocadas por nuestra falta de atención; y cuando veían que íbamos por el buen camino se acercaban a nosotros y, con una de sus manos en nuestra nuca, nos daban muestras de su aprobación con uno de aquellos cariñosos apelativos como pillo, granuja, renacuajo, guacharro, o diciéndonos que eramos increíbles, que nos pasaba como a las bombillas, que funcionábamos al mínimo.
Y ahora que lo vuelvo a pensar, gracias a que no dejaron de recordárnoslo, una y otra vez, incluso fuera del colegio si nos cruzábamos por la calle, alguno de nosotros, sin haber hecho de los estudios el perfil de su retrato, siempre ha encontrado en los libros el refugio para no sentirse solo, para darse respuestas a lo que sucede, para sentirse más ciudadano de este mundo y no tragarse la cantidad de imbecilidades y gazmoñerías que se ponen en la boca alguno como, llegados a este punto, nuestro ministro de educación, dejándome sus comentarios el avinagrado postgusto de los caldos demasiados ácidos y la incertidumbre sembrada en la creencia de que no querrá afrontar un sistema educativo en el que lo primero a tener en cuenta sea la formación de personas con criterio propio sino un caudal de clientes con el que se le dé cuerda al reloj del macronegocio de la sociedad moderna con goteras cavernícolas. 

4 comentarios:

  1. ¡Qué bien lo describes todo!
    Salu2, Clochard.

    ResponderEliminar
  2. Que tiempos aquellos en los que todo era tan inocente y tan intenso.Pero miro hacia atrás y recuerdo al profesor de lengua fumando y leyendo el periódico,la profe de quinto leyendo la revista y poca creatividad salvo,la clase de música,que para mi era mi favorita,por que era donde disfrutábamos todos;el profe y los alumnos...Un abrazo de añoranza!!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Eran buenos tiempos aquellos; yo tengo unos recuerdos imborrables, de esos que te acmpañan para el resto de tus días, una maravilla en la que poder instalarse de vez en cuando y dejar que la imaginación y la memoria se alimenten de lo vivido para tomar las fuerzas necesarias con las que continuar caminando.

      Mil abrazos.

      Eliminar