sábado, 25 de mayo de 2013

El torbellino de la nostalgia.






Hasta hace unos meses tuve una compañera de trabajo, una joven de de origen rumano, que me decía que después de llevar cinco años en España no se sentía adaptada en absoluto, que añoraba mucho su tierra, sus costumbres, su familia, y que aquí no había nada que le llamara lo suficientemente la atención como para plantearse el hecho de quedarse a vivir de manera permanente. Esta mujer vivía en un continuo pensar en el retorno, en el día de mañana en el que disfrutar de su casa y de los suyos en la tierra donde nació. Sentía una profunda indiferencia por todos los pormenores de la actualidad de la ciudad en la que aún vive en Andalucia, con el desdén y el aburrido gesto abnegado de monotonía con el que un preso recibe cada mañana al funcionario que le abre la celda. Lo suyo era una obligación en seguir, un no rendirse, conectada mediante internet con su ansiado paraíso de Transilvania durante todas las horas que no ocuparan el marco en el que se encerraba su horario laboral. Le costaba mucho trabajo llevar a cabo con relativa solvencia una conversación en lengua castellana y le daba mucha vergüenza decir que no entendía algo por miedo a ser rechazada; y todo esto aderezado con una profunda resignación encargada de mantenerle en pie para poder ganar un salario que por desgracia no le era posible obtener en su país. Cuando se le preguntaba, en uno de esos momentos en los que parece que la inusitada confianza puede ejercer la fuerza de un rompehielos, que si en todo este tiempo se había echado algún novio español, con una expresión entre dulce y melancólica respondía que tal vez su príncipe azul, un chico que había conocido en el colegio, se encontrara todavía esperándole en Rumania, y lo decía con una esperanzada ingenuidad de esas que descansan sobre separaciones demasiado claras entre el bien y el mal, entre el pasado y el futuro, como decía Primo Levi; como en esos cuentos en los que todo es posible, con esa sensación de pertenencia a la paciente ilusión que aparece en el fantástico relato de la vida de Florentino Ariza en esa obra maestra que es "El amor en los tiempos del cólera".
Cuando se aproximaban las vacaciones y cada cual planeaba sus futuros días de descanso distribuyéndolos sobre el mapa de algún viaje, ella radiaba de felicidad porque ya quedaba muy poco para montarse de nuevo en uno de esos autobuses que desde el sur de España atraviesan Europa. Autobuses atestados de maletas y de bultos dentro de los cuales se apiñan objetos junto con ropa y regalos, equipajes con todo aquello en lo que se resumen las pertenencias de un inmigrante, como si de los caparazones de un montón de tortugas se tratara, llevando sus casas a cuestas allá donde vayan con su corazón. Así rodaba en las anticipadas ensoñaciones a la travesía europea un vehículo cruzando fronteras y repartiendo gentes de vuelta por una temporada sobre el punto exacto en el que nacieron, y leyéndole el pensamiento uno era capaz de tener más claros los conceptos de espacio y tiempo. El regreso, una vez finalizadas las vacaciones, era tan triste que necesitaba varios días para recuperar la tan costosa estabilidad obtenida antes de partir, como en esas situaciones en las que cuando se ha acostumbrado uno a lo bueno sucede algo que lo obliga a hacer otra cosa totalmente distinta y no tan prometedora; y era fácil ver en el rostro de Karina las secuelas de un estoico desasosiego, que iba haciendo mella cada vez con más profundidad en su silencio, en un mutismo amparado por una incondicional fe religiosa, la misma creencia que años atrás en uno de aquellos desplazamientos en autobús le hizo sentirse segura durante el incendio del convoy dejando en manos de Dios el destino de aquel trayecto envuelto en llamas; hasta que poco a poco recuperaba alguna que otra sensación casi olvidada e iba uniendo los recuerdos de su patria con el presente en el que se encontraba hasta encontrar nuevamente el rumbo en el que sin demasiado pesar salir adelante y vencer al torbellino de la nostalgia.
Esas miradas de gente como perdida, como sumida en otra realidad, en un sueño profundo con el que tratan de combatir lo que les ha tocado en suerte, sin saber cuando terminará este estar en una tierra extraña a la que no se acostumbran, es frecuente verlas en la ciudad que recibe al extranjero que en su bolso trae una montaña de dudas y de miedos, de inseguridades que se irán convirtiendo en complejos que dificultarán la adaptación e impedirán que los buenos momentos vayan trabajando a favor del olvido; se ve también en los locutorios a los que se acercan los inmigrantes para contactar de viva voz con sus parientes, ansiosos de escuchar buenas nuevas, diciendo papi o mami te quiero mucho o hablando en idiomas del Este pronunciados tan rápido como la vehemencia de las alteradas pulsaciones de sus nervios y emociones; o en las tiendas de comida típica de sus países en las que poder conseguir todos esos productos que raramente ofertan el resto de supermercados, donde decidirán en qué lugar se citarán para celebrar el día de su patrón preparando la tradicional sopa de esa fecha, y poniendo a la hora del café sobre la mesa los pastelillos que no pueden faltar en una ocasión como esa; o en grupos que pasean por la calle contándose la aventura de estar tan lejos, aquello que les une, lo que les separa y tras lo que se adivina el perfume más profundo de la tierra mojada, en la distancia.

4 comentarios:

  1. Clochard:
    Es la nostalgia del terruño del que se ha salido por necesidad, el desencanto de comprobar que en la tierra prometida no se atan los perros con longaniza.
    Salu2.

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    1. Dyhego:

      Tú lo has dicho. Hay que ponerse en la piel para imaginar lo duro que puede llegar a ser bajo determinadas circunstancias.

      Salud.

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  2. Me parecen gente muy valiente aquél que deja su tierra para ganarse un chusco de pan.Espero no verme en la necesidad de hacerlo pero,creo que me resultaría más difícil estar lejos de los míos que comer poco pero,alimentarme de su cariño a diario...Un abrazo inmenso!!

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    1. Eso deben pensar muchos de los que se encuentran en esa situación; no es fácil, solo con ponerse en su piel ya es difícil.

      Mil abrazos.

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