martes, 28 de mayo de 2013

Segundo plano.





Frente a mi, y compartiendo una de las mesas de la biblioteca, se encuentra un joven con ese aspecto de entre alumno y profesor que dan los treinta y tantos, junto al que reposan dos montones de libros, uno a cada uno de sus lados, todos de historia, todos con papeles en su interior como marcando una página a la que volver a dirigirse para enlazar unos con otros los datos de su investigación. También a su lado y sobre la mesa, pegada a la pared, descansa una bolsa que parece contener más libros y, junto a ésta y al alcance de la mano del estudiante, un cuaderno en el que se apiñan las letras con la minuciosidad con la que algunos niños son capaces de sacarle el máximo partido al espacio que contienen todas las hojas de sus libretas; son frases muy bien ordenadas en las que intervienen flechas como indicando direcciones de cruces de caminos por los que no conviene perderse. Puede que se trate de un licenciado que está llevando a cabo uno de esos pormenorizados y trabajosos estudios que requiere una tesis para conseguir un doctorado; o puede que sea uno de esos aficionados a la lectura y a lo placeres de la biblioteca, humildes diletantes, que se han quedado sin trabajo y no encuentran mayor ni mejor manera de matar el tiempo que viajando a lo largo y ancho de los siglos para resguardarse de las poco prometedoras noticias que le lleven a pensar en reengancharse pronto al ámbito laboral del que fue desterrado, recordando su etapa de alumno de una facultad, felices años de aprendizaje.
A veces se rasca la nuca, otras la nariz, otras se pasa los dedos de su mano derecha por la cara, como acariciándose la barba, sin dejar de prestarle atención a lo que le están contando esos libros, y cuando lo hace, cuando levanta la cabeza, su mirada se parece a la de un recién despertado que acaba de salir de un sueño e intenta reinsertarse a la realidad, muy parecido al personaje de un relato de Antonio Muñoz Molina, al que siempre se le puede encontrar leyendo en el mismo sitio de la barra de un bar al que el narrador va por el mero gusto de contemplarlo enfrascado en esa dedicación, y cada vez que sale del ensimismamiento de la lectura y levanta la cabeza lo hace de esa manera. No hay en él un solo gesto de nerviosismo que dé lugar a pensar que se encuentra en uno de esos desagradables apuros que tan mal le sientan al análisis de una materia en la que conviene pararse a meditar a cada instante, tal vez disponga de todo el tiempo que a otros les falte; se nota que disfruta de este silencio, como si desease permanecer aquí por muchas horas, toda la tarde y toda la noche hasta verse vencido por el sueño. Una taza de café haría del escenario el retrato perfecto de la armonía entre el hombre y los libros. Mantiene su concentración hasta el punto de que cualquiera de los pequeños ruidos que sin previo aviso irrumpen alterando la calma de la sala, como el de esa inoportuna puerta cuyas bisagras están mal engrasadas, o el del teléfono de un despistado que no hace ascos a una llamada y comienza aquí dentro su conversación hasta ver las miradas de reprobación de quienes nos encontramos en la gloria, o el de el par de usuarios que entran y comprueban al instante que han levantado la voz más de lo debido mientras se aproximaban por el pasillo, a él le traigan sin cuidado, tan imperceptibles como le pudieran resultar a un sordomudo; para él nada de eso le provoca la más mínima alteración, como si estuviera en una burbuja o en una cápsula, o en el interior de una urna incapaz de percibir la menor onda procedente del espacio exterior que perturbe el universo en el que se encuentran las tramas históricas a las que en estos momentos podríamos decir que pertenece. Me pregunto en qué época se encontrará saltando de un volumen a otro, con qué reyes se las estará viendo, o con qué tratados, edictos, concilios, batallas, guerras, abdicaciones o principados, con qué tierras y fronteras y en qué mapas imaginarios estará comprendiendo parte de lo que sucede en la actualidad, a la par que se convierte en una de esas pinceladas que aparecen en el segundo plano de algunos cuadros sin las cuales sería imposible el equilibrio.

6 comentarios:

  1. Cada vez me cuesta más concentrarme.
    Dichoso silencio. Cada vez lo valoro más.
    Salu2 silenciosos.

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    1. Es que es un regalo caído del cielo entre tanto ruido, la verdad, y hay que disfrutarlo y tratar de conservarlo, y valorarlo, desde luego.

      Salud.

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  2. Que envidia sana siento de ese chico que,con tanta alboroto estuviese concentrado,quizás es que le iba la vida en ello y está preparando alguna prueba o examen...Un abrazo sano!!

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    1. Pues no sé pero él estaba tan a gusto que, efectivamente, daba envidia verlo. No es que hubiese alboroto, sencillamente alguno de esos ruidos que por lejanos o mínimos que sean siempre dan pie a perder algo la concentración; pero en este caso, ya te digo, un claro ejemplo de la absorción en el estudio.

      Mil abrazos.

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  3. De justicia poética sería que ese joven llegara a leer esto Clochard. Disfrutaría.
    Me ha encantado.

    Besos y versos.

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    1. No sé, pero por la atención con la que se dedica al estudio de esos libros de historia parece como si no hubiera nada más en el mundo; todavía sigue, de hecho siempre lo he visto así. Puede que la gracia se encuentre en que haya servido de modelo sin enterarse, que también tiene su poesía.

      Besos, prosas y versos.

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