jueves, 2 de mayo de 2013

Una hoja de lechuga.








Hace un par de años tuve la oportunidad de leer las dos primeras de las tres obras que conforman la trilogía que Primo Levi escribió en torno a su experiencia en los campos de exterminio de la Alemania nazi, que van desde su ingreso en Auschwitz -"Si esto es un hombre"-, pasando por su posterior y tortuoso viaje a través de una serie de países europeos, tras la liberación de los prisioneros como consecuencia de la derrota del régimen del führer -"La tregua"-, hasta la la definitiva reflexión a cerca de lo que después ha sido de cuantos sufrieron las atrocidades del hambre y las más infernales calumnias que puedan ser imaginadas hasta situar al ser humano en lo más bajo de la denigración y el espanto del Holocausto -"Los hundidos y los salvados"-.

Durante estos días he vuelto a interesarme por dicha obra y, embaucándome en la prometedora lectura, no me ha hecho falta llegar demasiado lejos, a penas transcurridas las páginas iniciales, para sacar las primeras conclusiones y acercarme al primero de los efectos que ejercen este tipo de historias sobre el lector. Lo primero que me ha sucedido ha sido algo grandioso: he mantenido una interesantísima conversación con el más inmediato de mis entornos, con el espacio que me rodeaba, con las cuatro paredes y el sofá, con la mesa de estudio, con la luz que entraba por la ventana, con la libertad, con la lechuga que este mediodía he troceado para mi almuerzo; y no sólo he hablado con ella sobre comida, con la lechuga, sino que el diálogo se ha extendido al resto de ingredientes de mi despensa. Por momentos me he sentido tan rico que parecía que sobrase de todo en el humilde hogar en el que despacho mi reposo; no ya por los alimentos, sino también por el techo, por los zapatos, por la salud, a pesar de la fiebre que ayer literalmente me tumbó, pero que al lado de todas las calamidades de Primo Levi y sus compañeros fue el paraíso de las constantes vitales; por el agua caliente, por un armario lleno de ropa, por un interruptor que hace que en mi apartamento parezca de día a cualquier hora de la noche, y por un sinfín de posibilidades que a diario nos pasan tan desapercibidas como para acabar no reconociendo la abundancia sobre la que malvivimos sin cesar de tirarnos los trastos a la cabeza. Es tan evidente la abundancia que nos rodea que acabamos por no darnos cuenta de lo mal que vivimos, del pésimo uso que le damos a las miles de posibilidades de las que disponemos, pudiéndolo hacer como siempre se ha deseado y no se ha podido, y ahora, ahora que podemos viene el egoísmo de unos cuantos para dejar bien claro lo de la eterna insatisfacción por la que ha de pagar el resto.
Dice Muñoz Molina que es increíble lo que se puede aprender de la historia del siglo XX en la lectura de esta obra. Pone los pelos de punta leer las condiciones en las que, quienes eran culpables por el natural hecho de haber nacido judíos, como se puede nacer cristiano, musulmán o budista,  eran transportados hasta llegar a los campos de concentración; la posterior manera de despojarlos de todo cuanto llevaban; la separación de las familias, a golpes, a patadas; la incertidumbre y el miedo, el hambre, el escarnio; el ser humano en la escena de lo atroz, unos contra otros; el consentimiento y los planes de ejecución, los hornos crematorios, las cámaras de gas; los pabellones, barracones y letrinas infectados de la pesadilla de no saber por qué ni cómo ni dónde ni cuándo.
Hay lecturas con las que uno aprende a mirar la gramática de otra manera, o con las que se embelesa en la composición de unos versos, o en las que se sumerge hasta confundirse con lo que siempre soñó ser y no pudo; pero al referirnos a cualquiera de las tres obras que conforman esta trilogía hay que destacar, además de la impronta de sus lecciones de historia del siglo XX, el cúmulo de razonamientos que toda mente sensible y sana, como la que se le presupone a cualquier lector ávido de conocimiento, es capaz de esgrimir a favor del desarrollo de la humanidad y de la conciencia hasta pararse a pensar muy bien, y muy despacio, si una hoja de lechuga, en uno de cuyos laterales se aprecia una mancha, ha de ser tirada a la basura, o no.

4 comentarios:

  1. Lecciones que no se deben olvidar.
    Espero que tu fiebre haya desaparecido.
    Salu2.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Es una obligada lectura, de las muchas que existen del Holocausto. Permíteme decir que es escalofriantemente amena; por momentos dura, muy dura. Mi fiebre, que ha menguado, es el paraiso al lado de esto.

      Salud.

      Eliminar
  2. Has contado muy bien la inconsciencia del privilegio en la que vivimos. Esa hoja de lechuga es todo un paraiso, y las sábanas limpias y la cama tibia y los calcetines abrigados y un vaso de agua.
    Te recomiendo la tercera parte, es la reflexión filosófica más acertada que yo he leído sobre aquel horror.
    Besos Clochard.
    (Espero que estes mejor)

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Tengo programada la lectura de las tres obras. Es increible como la memoria de este hombre dio para tanto, como soportó la narración, con tanto detalle, sin detenerse. Sin duda es un brilante ejemplo de conciencia: una clara demostración de que todo aquello nopodía quedar en el olvido.

      Si te paras a observar la cantidad de cosas de las que disponemos, y la inutilidad de muchas de ellas, acabas por echarte las manos a la cabeza, concluyendo que somos unos pobres diablos que han hecho de la imaginación una de las principales armas del comercio y no del bienestar.

      La salud ha mejorado, muchas gracias.

      Besos, prosas y versos.

      Eliminar