sábado, 1 de junio de 2013

...y yo con el mío



 



La biblioteca es un lugar perfecto para refugiarse del mundanal ruido. En un sitio así da gusto contemplar cómo cada cual se dedica a algo que generalmente está acompañado de silencio, de pensamientos que traslucen la benevolencia necesaria para proponerse arreglar el mundo. Vengo casi a diario a esta biblioteca de Huelva en la que algunas caras nos vamos resultamos familiares: los asiduos estudiantes y otros que pertenecemos a la especie de los parados con apetito de reminiscencias estudiantiles, que la utilizamos como bote salvavidas y gracias a la cual nuestro naufragio se representa sobre un océano en el que poder nadar a nuestras anchas con la seguridad de que no nos vamos a ahogar; de hecho, se nos ve tan ensimismados en nuestras cosas que creo que ni se nos pasa por la cabeza.
Continúa subiendo y bajando por las escaleras el loco perdido que ya apareció por estos Peces de hielo, con su Keirkegaard del alma debajo del brazo y con su mismo aire de profeta incomprendido. Algunas tardes, muy cerca de donde suelo ponerme a escribir, se sienta un señor muy desaliñado, y con una considerable falta de higiene con la que su presencia es adivinada como la de esas mofetas que aparecían en los dibujos animados de los ochenta, que ojea con avidez libros de cocina, con una manifiesta emoción de descubridor en cada uno de sus hallazgos, relamiéndose los labios y asintiendo con la cabeza, aprobando las ejecuciones de los chefs de punta en blanco, como viéndose así mismo cocinando esos platos fotografiados que tanto pierden sin la interposición de la cámara. A esa misma hora y con puntualidad kantiana una joven recorre las estanterías en las que se encuentran los libros de psicología, vuelve a los archivos de consulta y regresa  a la zona de los libros, así varias veces hasta que, como un cazador muy seguro de que detrás de un matorral se halla agazapada una liebre, consigue lo que quería y se marcha tan contenta como si en el tacto con esos ejemplares se encontrara la magia de un efecto placebo. Florencio, el expresidiario experto en Sthendal y Galdós de cuya maestría ya dimos cuenta en otra entrada, se acerca a preguntarme por un libro de Muñoz Molina o de Saramago, con ese inconfundible porte de licenciado de vuelta de muchas cosas que tras haber visitado el infierno no se explica de qué nos quejamos. Otro de los que se está ganando el título de asiduo en busca de la salvación es un chalado cuya indumentaria me recuerda a esa vez en la que Marcel Proust dice que la señora de Verdurin iba vestida de veinticinco alfileres; este nuevo Robinson, este héroe recién incorporado a la nómina de náufragos, viste de manera tan impoluta como si formara parte de un pase modelos, como si se acabara de escapar de un escaparate, y lleva tres semanas preguntándole a los funcionarios que ocupan el mostrador de la sala principal que si disponen de un libro que ha escrito un amigo suyo en el que sale él, porque él es cantaor y su amigo ha escrito una cosa muy bonita sobre su vida y él quiere leerla; a veces su rogativa se parece a la de la última voluntad de un condenado a muerte, pero del libro ni rastro de momento.
Otra de las zonas en las que la actividad no cesa y en la que nos reunimos, cada loco con su tema y yo con el mio, muchas de las caras conocidas, es la que ocupa un espacio diáfano en el que hay instalados quince ordenadores no muy lejos de los cuales están tanto los archivos de periódicos como las mesas redondas y los cómodos sillones en los que poder leer la prensa, así como el área de música y la filmoteca, y junto a éstas unos cuantos reproductores de CD. Allí, cada tarde, se ve a un hombre literalmente sumergido en la música, bajo unos grandes auriculares que hacen diminuta su cabeza y que recuerdan a las protecciones contra el sonido que llevan los señalizadores de los aeropuertos, que debido al alto volumen al que la escucha se acaba oyendo en toda la sala con esa sensación de lejanía propia de las profundidades, y cada vez que se quita los cascos se le pone la misma cara que a un buzo al que se le acaba de quitar su escafandra. Otros leen atentamente la prensa y se les puede ver en la misma pose y lugar de siempre, con esa costumbre que  se adopta en los hogares a la hora de comer en la que cada miembro de la familia dispone de una cierta pertenencia de uno de los sitios de la mesa. Otros merodean buscando información por los intestinos de internet otorgándole al conjunto el aspecto de sala de redacción de un periódico, o buscando trabajo en uno de esos portales que de llamativos dan la sensación de querer dar a entender que la vida es bella; algunos jóvenes africanos no dejan de teclear mensajes clavando su mirada en la imagen de una familia que aparece sobre la pantalla, a veces dicen algo entre dientes de lo que alcanzo a suponer su contenido en función de la gravedad con la que frunzan el ceño. De todas las computadoras solo una se encuentra disponible para procesar textos, y es raro no encontrarse en él a un señor con aspecto de profesor en paro que no deja de escribir la historia interminable, y a pesar de las restricciones horarias a las que se ve sujeto cada usuario, una hora al día que se puede prolongar siempre y cuando la demanda no supere el número de ordenadores disponibles, el presunto profesor no ve amenazada su posición y se aferra al privilegio de dedicarle todo el día a su proyecto. Junto al buceador de los mares de la música suele ponerse, frente a una pantalla de plasma, un señor de edad avanzada que toma muchas notas a la vez que ve una película con esa cara de alumno aventajado que no quiere perderse ni un detalle y decide ampliar por su cuenta la bibliografía recomendada por el profesor. De tanto en tanto se forma un pequeño revuelo porque hay alguien que después de un par de horas aún desea continuar usando un ordenador, mientras otro que anda aguardando su turno protesta por la demora, y entonces los funcionarios de esta sala se comportan como esas enfermeras de Alguien voló sobre el nido del cuco cuando tenían que poner orden entre Jack Nicolson y el resto de esa familia de personajes que parecen haber salido del Quijote, esos seres con cara de querer saber más de lo que saben, esos inconformistas que a fin de cuentas están de acuerdo en algo. A veces pienso que las paredes de esta biblioteca deben guardarnos algún cariño, y que como en una novela de Juan José Millás hablarán de nosotros por la noche. 

6 comentarios:

  1. Es una biblioteca muy completita,sala de ordenadores,plasma,sala de música,libros por doquier y todo gratis para disfrute de todo el mundo sin distinción de raza,de estatus social,sexo,religión...¡Que suerte tenemos!
    UN abrazo de libertad!!

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    1. Y lo mejor de todo es la familia de desconocidos que somos asiduos de este lugar, todo un repertorio de silenciosas personalidades, y cada loco con su tema.

      Mil abrazos.

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  2. Es el mejor lugar de encuentro, hasta con nuestra soledad.
    Gracias.
    Un abrazo.

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    1. Es como una patria, como uno de esos lugares en los que uno se siente bien arropado en medio de tanto silencio; una maravilla cargada de tranquila vitalidad. Gracias a vos.

      Un abrazo.

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  3. Clochard:
    Esos lugares son micromundos, microsociedades donde se puede rastrear la condición humana.
    Salu2.

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    1. Estos lugares, Dyhego, son como la fuente de un alimento con el que uno se ayuda para ir por la calle y salir indemne de las tristes vulgaridades de la realidad, que no siempre son fáciles de llevar.

      Salud.

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