jueves, 25 de julio de 2013

Aferrarse al azar






La fragilidad de las cosas que nos acompañan es tal que ante el ajetreo de nuestros proyectos y rutinas pasa desapercibida. Nosotros mismos somos tan frágiles, tan poca cosa como esos pensamientos, sueños o suposiciones que nos alimentan la vida. Uno se tiende en el sofá a releer un libro de artículos de uno de esos autores que siempre le hacen compañía a la manera de bote salvavidas. Uno recorre una página en la que Antonio Muñoz Molina cuenta cómo contempla el paisaje desde el interior de un tren que transita por Centroeuropa; uno se mete de lleno en la forma de un puente bajo el que pasa un río del que el autor no se quedó con el nombre, en esa estación desconocida en la que de pasada se clavan los ojos del escritor que ven en cualquier rincón el hueco exacto para alcanzar la panorámica de una suposición; otras gentes, otras arquitecturas, otros contornos, otras palabras para designar las mismas cosas, las mismas cantinas y vestíbulos, los mismos andenes y entradas de pasajeros, los mismos habitáculos en los que se dividen las estaciones de ferrocarril para que fluya el tráfico de maletas y de cuerpos y de acentos y de asombros y perplejidades. Uno atiende con devoción cómo tres pasajeros del mismo compartimento van leyendo obras maestras. Uno se imagina viajando en uno de esos trenes que le dieron tantas tardes pensativas de domingo atravesando Andalucia, o alguna de aquellas madrugadas en dirección a Barcelona desde Linares Baeza; noches que terminaban con despedidas en el bar del tren tras haber conocido a uno de esos héroes del raíl que naufragan por el mundo con una maleta y una guitarra. Uno se identifica de lleno con lo que lee y quisiera que no terminara nunca ese artículo, como tantos otros en los que se narra el caminar y la amena visualización de un trayecto por parajes desconocidos. Uno siente que bien podría darse el gusto de coger un tren para hacer su próximo viaje, y rememorar esos momentos de felicidad en los que se intercalaban ojeadas al exterior y ratos de lectura, en los que abundaban los detalles literarios cada vez que una parada hacía que unos subieran y otros bajaran. Uno quisiera recobrar esas sensaciones de conocer a un desconocido que le acaba confesando sus pesadillas, sus gustos y manías, su oficio secreto: esa confidencialidad que intercambian quienes saben que será muy raro que vuelvan a verse. Uno decide hacer un descanso, encender un pitillo ante la eterna promesa de desintoxicarse de la nicotina. Uno conecta la radio para escuchar esas misteriosas voces que parece que lo están esperando para contarle cosas, sucesos, acontecimientos, declaraciones, noticias, opiniones con las que sopesar este día a día refugiado en la lectura. Uno conserva le emoción de lo que acaba de leer, esa fabulación en la que se vuelve a ver recibido por un pariente en el lugar de destino, y calcula con devoción infantil los preparativos. Uno se imagina trenes cargados de veraneantes y de ilusiones; parejas que volverán a verse; paquetes de regalos que están a punto de ser desenvueltos; bienvenidas después de mucho tiempo; merecidos descansos. Uno quisiera pensar, clavarse las uñas, tirarse de los pelos, que alguien se lo cuente, salir de dudas, no creérselo. Uno quisiera que ese veinte convertido en treinta y luego en cuarenta y después en un más de cincuenta cargado del suspense de los puntos suspensivos no existiera, que ni siquiera fuera obra de la inventiva de un cruel relato. Uno acaba abatido y reconociendo la fragilidad de los mismos dedos que pulsan el teclado en estos momentos. Uno se va a dormir con una esperanza, preguntándose cómo ha sido posible. Uno se frota los ojos y se palpa la cara para tener constancia de que se encuentra tumbado y mirando al techo. Uno se siente frágil e impotente imaginando el desenlace de un catastrófico estruendo que ha dado al traste, en a penas un par de minutos, con muchas cosechas meticulosamete regadas durante todo un año. Uno repara en la cantidad de cruces de caminos y circunstancias y, de la misma manera que se agarra a un libro, siente que casi no le queda más remedio que aferrarse al azar, tal vez ahora con más fuerza que nunca.


4 comentarios:

  1. Clochard:
    La desgracias es tan incomprensible, que, de pronto, nos damos cuenta de lo que apuntas, la fragilidad humana, o la fragilidad de la vida en general.
    Salu2.

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    1. Dyhego:

      Por eso hay intentar valorar lo que tenemos, la belleza de cuanto nos rodea, y no dar nada por supuesto, dejándonos de obcecar en tonterías.

      Salud.

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  2. El azar es la mano caprichosa de la vida y creo que no es amiga de nadie.Cuantas familias destrozadas y cuantas vidas truncadas...¿Por qué? y,¿por qué unos sí y otros no?La verdad de la fragilidad es que estas tragedias te hacen preguntarte sin obtener respuesta...Vivamos con intensidad y sinceridad cada momento y dejémonos de banalidades que lo único que nos aportan es humo...Un abrazo emocionado y vitalista!!

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    1. Desde luego, Amoristad. Somos una mota de polvo en medio de la vorágine. Una simple racha de aire basta para que desaparezcamos de la faz de la tierra. Cada minuto es un mundo sin marcha atrás. A mi este tipo de situaciones me ponen muy al tanto de lo que realmente importa.

      Mil abrazos.

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