martes, 13 de mayo de 2014

Un náufrago con mucha dignidad




Le debemos mucho, tanto, al talento de Mario Benedetti, a su intuición sobre la sencillez de las cosas, a su cercanía de hombre bueno que se gana el pan con un oficio cualquiera, a su acercamiento a la realidad mediante el amor sobre todo aquello que despida un cierto aroma de ese tipo de bondad que saben saborear las almas puras y ausentes de malas ideas, como la suya. Le debemos la humildad con la que se cuecen los pucheros de la pobreza que se conforma con sentirse buena gente; el hábito de la tolerancia sin ambigüedades, la certeza de que esta tierra que pisamos debería estar mejor repartida; le debemos una bombona de oxigeno por cada uno de esos versos en los que nos toca el corazón haciéndonos cómplices y participes de la naturalidad de los objetos, de la vida que éstos encierran, y del misterio que cada presunta insignificancia atesora. Le debemos, en definitiva, ese perenne contagio sobre la certidumbre de que hoy puede ser un gran día para que suene la flauta, para que detrás de una de esas esquinas en las que silba el viento nos encontremos con un tesoro caído del cielo: esa eterna manera de ser optimista con los recursos de los cinco sentidos a merced de la existencia. Le debemos, también, sus lecciones sobre equidad y justicia, el inconformismo bien informado, la cautela sobre cada cosa que dice, el desparpajo de una sólida ironía fundada en no saberse más que nadie; ese aire de hombre pensativo sentado en un autobús urbano, mirando hacia no se sabe dónde con los ojos clavados en un pensamiento que utiliza la poesía en defensa propia y de toda la humanidad. 
Cuando leo a Benedetti me siento acompañado por una voz que se instala con facilidad en los pensamientos que hacía mucho tiempo que uno andaba soñando expresar de tan sencilla manera. Cada una de sus licencias, como la de escribir en minúscula los nombres propios o la de prescindir de los signos de puntuación, es un ejercicio de libertad con el que el poema aparece en sí mismo como una vía de expresión que trasciende a la formalidad de las palabras y lo sitúa al frente de todas las ideas que subyacen de los versos. Su forma de desear desechando el encono y la avaricia, su orgullo de hombre humilde y sabio siempre acompañado por una carpeta en la que va guardando cuentos, fragmentos, diarios, pequeños relatos o estrofas dulces y desgarradas. Todo eso le debemos y más a Mario Benedetti: la suerte de haberlo tenido junto a nosotros durante buena parte de los años en los que fue creciendo el despropósito positivista de encefalograma plano en el que consiste la obra de arte de los aburguesados e irresponsables tecnócratas de la actualidad. Le debemos tanto que, en un mundo cada vez más propenso a la extranjería ordinaria del alma con respecto al cuerpo en el que habita, la lectura de sus versos hace que uno no se sienta nunca extranjero en ningún lugar; eso si un tanto náufrago, pero con mucha dignidad. Chau.

2 comentarios:

  1. Todavía no he leído nada de Benedetti, excepto algunos poemas, ése tan famoso de "si te quiero es porque sós...".
    Salu2 benedettianos, Clochard.

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    1. Benedetti es una de esas almas tan limpias y sencillas que pronto se siente uno cercano a cuanto escribe. Sus versos parecen escritos para ser siempre llevados en el bolsillo, y sus novelas nos revelan la parte más humana de cuanto hay en el ser humano.

      SALUD, Dyhego.

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