jueves, 24 de septiembre de 2015

La textura de la luz


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Una de las cosas que se agradecen con el paso del tiempo es la cualidad de la luz, su textura, cada vez que de una siesta o al amanecer uno se despierta con predisposición contemplativa y con ganas de tener la vida por delante. En Sevilla la luz es uno de los ingredientes principales que hacen posible la aparición de los permanentes reflejos de belleza en cada cosa que se posa la varita mágica de la claridad, incluso en esa tímida insinuación de una tenue sombra de oscuridad que complementa a las irradiaciones del brillo. No hay objeto que en cualquier época del año se resista a la maravilla de la hermosura que emana de los múltiples matices proporcionados por la luz. Cómo no iban a dedicarse Velázquéz o Zurbarán, Juan de Zamora o Luis de Vargas, a la pintura. Sólo con la información que esos ojos recibieron durante la infancia quedaron ya en sus cerebros grabados los contornos que después fueron puestos a merced de la imaginación tocada por la musa del óleo. La luz nos convierte, nos informa y posiciona, nos estimula y tranquiliza, nos hace pensar en verde; la luz cambia nuestro estado de ánimo, nos condiciona, nos lleva por caminos que no pensábamos pisar, nos alienta a continuar, a no dejar de investigar, a hablar y a escuchar; la teoría de los climas de Buffon y Montesquieu no iba mal encaminada, y eso se palpa, gracias a la luz, en sitios como el Sur de España. A esas horas de la tarde en las que está anocheciendo a la inminente desaparición de la claridad se le superpone un espejismo culminado en el encendido de las primeras farolas, constituyéndose así un momentáneo estado de embriaguez parecido a una celebración de los astros de la meteorología que parecen divertirse haciendo sus fotos desde algún lugar del universo. En función de la época del año la luz nos conduce por las sendas de los paseos más largos, por las ganas de salir a la calle temprano y disfrutar de esas primerizas horas en las que el mundo se encuentra recién pintado y puesto en bandeja, inmaculado y en un estado de fantástica virginidad diaria que nos invita a recorrer las calles con la sensación de estar haciéndolo por el dédalo de un cuento. A veces pienso en la suerte que tengo de vivir en una ciudad como esta, y de haber sido adoptado en ella con tanta fortuna. Uno es de donde pace, y todos los que hemos acabado llegando a Sevilla somos en mayor o menor grado conscientes de la importancia, de lo que significa vivir aquí una vez que descubrimos las virtudes de una luz contagiosa de felicidad, de la anárquica armonía en los destellos de los baldosines y los mosaicos de los patios, en las hojas de las plantas, en el espejismo del asfalto en verano. La luz nos impulsa a recordar otras luces de otros tiempos y otros sitios; la luz emerge de un planeta solitario y de una mole llamada Luna que por correspondencia con las reverberaciones del Sol puebla los campos de un blanquecino manto de visión. La luz de Sevilla es como la leche que aclara el café del desayuno, como la tonicidad del zumo de naranja, como el aire limpio que se mete por todos los rincones del alma oxigenando los pulmones.

4 comentarios:

  1. Està claro hay que nombrarte hijo predilecto de la ciudad. Te lo estàs ganando a pulso y Sevilla tambien gana contigo.
    Un beso. Reyes

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    1. Gracias por tu generosidad, Reyes. Vivir en esta ciudad es un privilegio. Está claro que todos ganamos con Sevilla.

      Besos

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  2. A mí me gustan los días nítidos. Por aquí hay mucha calima casi siempre.

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    1. Sevilla es especial con calima y con frío, en otoño y en verano, la cuestión es la luz, su luz.

      Salud, Dyhego.

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