viernes, 11 de septiembre de 2015

Privilegios


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Han sido ya varias las ocasiones, desde que me encuentro de vuelta en Sevilla, en las que algún cliente extranjero, generalmente anglosajón, me ha dicho que se está pensando muy en serio eso de venirse a vivir aquí en cuanto se jubile. Normalmente son matrimonios que disfrutan de unas pequeñas vacaciones, que se enamoran de la ciudad después de haber paseado por su casco antiguo y haber contemplado el cúmulo de detalles con los que incluso los que tenemos aquí nuestra casa  seguimos sorprendiéndonos. El clima, la libertad de los movimientos, la arquitectura, las constantes reminiscencias de tiempos pasados en forma de obras de arte, la riqueza de matices en puertas y ventanas, en las fachadas y en las esquinas, en los balcones; las adoquinadas calles y callejones, los escudos de las más nobles familias que como en la Florencia del XV ostentaron cierto poder acaparando buena parte de la toma de decisiones; las ruedas de molino incrustadas en los zócalos de las viviendas, sobre todo en la zona de la Alfalfa, con las que se daba a entender la posición social, quién es quien; los azulejos, las pinturas, la catedral, las iglesias, los conventos, los claustros, las facultades enclavadas en el corazón urbano de un dédalo de calles; la idiosincrasia de cada uno de sus barrios, el río, los puentes, las palmeras, los naranjos y ese aroma a azahar que perfuma la ciudad y embriaga al visitante; el flamenco, el cante jondo y la guitarra, el folclore, el permanente colorido de muchos de los meses del año, el estoicismo del verano, la brevedad de los inviernos, el romanticismo del otoño, la espiritual eterna primavera. Habla uno sobre todo esto con personas a las que no conoce de nada y sale de la conversación con la sensación de ser uno de esos afortunados que tienen la vida por delante por el mero hecho de vivir en este lugar; siente uno el privilegio de tener al alcance de la mano la luz de Velázquez y la sombra de Murillo, los versos de Juan Antonio Cavestany y los ensayos de Lasso de la Vega, la lucidez de Cháves Nogales y la sensibilidad de Luis Cernuda, la niebla encantada de una leyenda de Gustavo Adolfo Bécquer; el Gótico y el Románico, lo judío y lo cristiano en el árbol genealógico de la construcción de la Giralda; el mestizaje de culturas que fueron dejando su rastro, la preponderancia de una particular manera de ser practicante sin acudir a misa. Todo eso y mucho más, les digo yo, es Sevilla: una fuente inagotable de recursos materiales y humanos, un algo que si nos dejaran caer de pie y con los ojos vendados nos induciría a pensar que acabamos de llegar aquí. Algo así deben andar pensando esos clientes de cuya confesión en forma de deseo y de planes de un placentero largo final de trayecto soy testigo de tanto en tanto.

2 comentarios:

  1. Si, además de lo que cuentas, fuésemos un país más limpio, menos gritón y más perfeccionista...

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