sábado, 16 de julio de 2016

Por curiosidad


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Es fascinante ver tanta página escrita, tanto artículo y tanta crónica, tanta noticia y novela, tanto ejemplar en el interior del cual poder viajar sin salir de casa. A veces me paro  a pensar en la cantidad de conocimientos reunidos en una sola librería y en la facilidad con la que cientos de personas pasan junto a sus estanterías sin reparar en casi nada, o al menos en la idea de que todo aquello se encuentra allí sin darnos cuenta de que muchas de las preguntas que nos asedian tienen una posible solución a partir del momento en el que se siente cierta curiosidad por descifrar los mensajes del tesoro de los libros, además de sus analgésicas propiedades. Puede que sea una idea algo básica, algo simple, pero de cuya metafísica se extraen las conclusiones que uno mismo barrunta para sus adentros en torno al desaire y la falta de interés que mostramos por todo aquello que haya sido creado con esfuerzo y perseverancia; y pasa lo mismo en muchos otros trabajos, en todos para no engañarnos, no sólo en el del periodismo, la literatura y la investigación. Esa desgana con la que a muy pocos les da por abrir un libro para leer unas cuantas líneas o echarle un sencillo vistazo a su índice o contraportada es directamente proporcional a lo poco que nos escuchamos cuando hablamos entre nosotros, o a la muy desarrollada capacidad que tenemos para echar por tierra aludiendo a razones de un peso específico que raya lo ridículo el trabajo de alguien que ha tratado de labrarse el camino de sus aspiraciones intentando caer en la originalidad de aquello que pueda aspirar a manifestarse como auténtico. La autenticidad nos da miedo, nos abruma, y le acabamos dando la espalda porque nos hace pensar para poder entenderla y porque nos obliga a dejar de mirarnos el ombligo, el viciado ombligo de este siglo veintiuno tan cargado de grandes hermanos y de gazmoñerías de retrógrado carácter insulso e innecesario que no cesan de dejar las indelebles secuelas de la estupidez en el mapa de la piel de la conducta de las nuevas generaciones en forma de ignorancia activa. Me abruma comprobar la falta de consideración con la que hoy en día se trata la experiencia de los ancianos, el poco caso que se les hace, lo poco que nos importan sus opiniones, cuando son las fuentes que vieron más de cerca y con sus propios ojos aquello que se nos venía encima, cuando han sido los encargados de luchar para que hoy hayamos nacido con algo más de dignidad; me llama la atención que se confunda con tanta frecuencia la originalidad con lo convencional, con lo que contiene una carga de estimulación dirigida al comercio, a la compra y venta sin escrúpulos, y, como diría Pérez reverte, me quema las tripas, lo poco que se esfuerza la clase política en su totalidad a la hora de proyectar estrategias basadas en una cierta planificación intelectual de raíz filosófica con miras a desarrollar soluciones encaminadas a resolver de una vez por todas el desarraigo de convivencia global en el que nos encontramos. La sana costumbre de la interrogación, de cuestionarse uno las cosas, de creer que no todo lo obvio es evidente, anda en la cuerda floja y por eso les resulta tan fácil a los grandes capitanes someternos a la férula de su inquisición bajo la promesa de un paraíso en la tierra que lo único que ha conseguido hasta la fecha ha sido hipotecarnos en nuestra propia ceguera.

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