lunes, 18 de julio de 2016

Rotundidad


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Pasamos por alto con relativa facilidad el mérito que se merece el esfuerzo artístico, máxime cuando éste es gratuito, cuando no tenemos que pagar ni un duro. El más sencillo ejemplo lo podemos encontrar en la calle, en las aceras de las zonas peatonales en las que a diario se exhiben artistas que en algunos casos parece como si nos estuviesen poniendo a prueba para ver si somos capaces de identificarlos una vez que uno comprueba el virtuosismo de su dedicación. Se pregunta uno que si éstos están así cómo serán los que tienen un puesto fijo en alguna orquesta, banda, teatro, circo o compañía, y no es difícil que de tanto en tanto le ronde a uno en la cabeza la idea de la posible especulación dentro del gremio de las artes, del nepotismo y la desigualdad de posibilidades, aquello de que quien no tienen padrino no se bautiza. Cuando termino de contemplar la actuación de un artista de la calle me siento un poco en deuda con sus horas de dedicación y un poco desplazado del resto de personas que pasan por allí, es como si me dieran ganas de pedirle a todo el mundo que aplaudiera durante unos segundos, puede que debido a mi firme creencia en que el arte nos salva, nos hace  más humanos, nos transmuta en algo más de lo que somos y aún no conocemos porque no sabemos que se encuentra en nuestro interior, nos hace mejores personas y riega nuestros cerebros con el elixir de la juventud a la que le sientan muy bien las arrugas y las ojeras y las canas y la edad y así todo seguido hasta el final. Existen también lugares, como algunos pubs con aspecto de clubs de jazz adaptados a la casi perdida bohemia de este siglo XXI, en los que puede uno regocijarse con el talento de los artistas que comparten sus actuaciones con un público al que no se le exige nada, ni si quiera que sepan interpretar lo que escuchan, que hagan un pequeño esfuerzo por concentrarse en sentir lo que entrándoles por un oído puede que merezca mucho la pena que no les salga por el otro, solicitándoles tan solo que se dejen llevar y a lo sumo que dejen como muestra de su gratitud unas monedas en el interior de un tarro de cristal que hay sobre la barra, ya que ellos, los músicos, los héroes, carecen de caché y se encuentran allí prácticamente haciendo una de esas labores sociales que tan empeñados estamos en no identificar. Anoche, mientras disfrutaba del derroche de humildad con el que un saxofonista recogía sus bártulos después de actuar en el Naima de la calle Trajano de Sevilla, volví a ser testigo de una escena que recuerda a la de aquellos bluesmen de los años cuarenta, que entre otros vendrían a llamarse Miles Davis o Jimmy Scott, limpiando sus instrumentos todavía templados para enfundarlos como si nada hubiera pasado. Ese fotograma, esa secuencia de movimientos que culminó con un levantar la mano despidiéndose de los que quedábamos admirados de la rotundidad de su sencillez llevó a un recién conocido compañero de barra a decirme: "hay que joderse, nunca encontraremos tanta música como en el interior del sigilo con el que este tío acaba de marcharse."


2 comentarios:

  1. Muchas veces despreciamos lo que es gratis, lo que se da generosamente, lo que no tiene un precio fijo (y alto). Somos así.

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    1. Estamos muy mal acostumbrados, y por eso se devalúan tantas cosas bellas.

      Salud, Dyhego.

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