domingo, 17 de julio de 2016

Vidas paralelas


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Existe un mundo en el interior de cada persona, un cosmos con tantas aperturas como cierres, con tantos engranajes como flecos sueltos, un cúmulo de metáforas del que se abastece la razón para reinventarse a diario el recorrido del tren de cercanías de las veinticuatro horas, un dilema para cuya resolución a veces no es suficiente una sola vida en esta vida; cada cual se las maneja como puede para salir a flote, para sortear las dificultades y para saber disfrutar del tiempo libre sin remorderse la conciencia, sintiendo suyo el aire que respira y manteniendo la calma y el estado de conciencia activa y cargada de gratitud hacia todo aquello de lo que se goza con solo abrir los ojos, para organizarse en el día a día con la convicción de no estar haciéndole mal a nadie, para no meter la pata en el más simple de los agujeros negros de más acá del espacio, para decir esta boca es mía sin que se desmoronen los cimientos del pensamiento convirtiéndose en falsas creencias sospechosas de la marginación de la locura aquellas conjeturas de las que parecía que iba a crecer un pístilo, un pámpano, una yema, una hoja, una rama, una flor. Lo del mundo del interior de cada persona siempre me ha gustado porque es algo que nos aproxima a la determinación de nosotros mismos, a crear nuestras tablas de salvación, a conocernos algo mejor y a llegar a aproximarnos al mejor de los conceptos que de nosotros se pueda tener porque siempre he creido que ese debe ser el camino para al menos no cometer el peor y más nefasto de los engaños: el que uno se hace a sí mismo. Sería curioso que hubiera un diccionario, una recopilación, una especie de enciclopedia de mundos interiores para saber qué pensaban Joyce o kafka, Faulkner u Onetti, Cervantes o Shakespeare, Borges o Umbral, cuando estaban a solas y se comian la tostada de sus guerras interiores untada con la clorofila de la soledad regada con aguardiente, a qué secuencias de movimientos cerebrales de su imaginación recurrían para resolver una situación de angustia, desacuerdo o desidia, cómo se las apañaban para que no cesase la energía que transcurría entre sus ideas y sus obligaciones. Cada vez que paso cerca de un vagabundo me pregunto algo parecido a qué se cocerá en esas seseras melenudas y encrespadas, en esos dedos mugrientos que lían cigarrillos agrupando chustas de dudosa procedencia y escriben sobre un cartón con goterones de aceite su suplica para una limosna, en esos ojos que son el espejo de las almas cansadas que prefieren despedirse en vida, vivir muriendo no importándoles nada el presente ni el mañana. Cada clochard es un héroe, un emisario de reflejos que hay que tomarse muy en serio, ante los que hay que detenerse a pensar en los cómos y en los por qués y en los cuándos y en los puntos suspensivos que acaban en la estación de las dudas del ser humano haciendo saltar por los aires los vagones de la cordura. Cada vagabundo es un fiel representante de una vida paralela a la nuestra, de la que somos jueces y parte querámoslo o no.

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