jueves, 3 de noviembre de 2016

Novem



Noviembre es uno de esos meses que suenan a violín, que huelen a pan recién salido del horno, a levadura de Champán, a fruta escarchada trufando el bizcocho de la merienda de después de la siesta, a hoja caída con la parsimonia del abrazo del otoño. Noviembre sabe a garrapiñada y a castaña asada, a infusión de lo cerca que se encuentra el invierno, a la ilustrada pomada de las bombillas de una Navidad a la vuelta de la esquina. Hay meses que se caracterizan por su dejarse llevar hasta las puertas de la poesía, hasta el corazón de las finas mantas de franela que aún no son tan espesas como lo serán en enero, cuando, como se decía cuando yo era pequeño, se hiela el agua en el puchero, y que se inclinan hacia un cierto recogimiento de lectura, de sorbo de café comprobando que la paleta de colores que usa el amanecer es la de los amarillos, los ocres y los tenues marrones del caramelo con el que se bañan las almendras, con el que parece como si todo hubiera sido barnizado con las tonalidades de la madera de los instrumentos de cuerda. A Noviembre le sienta bien el estudio, la placidez de la página escrita, el susurro del verso encadenado al que no le hace falta la rima, las sesiones de cine a esas horas en las que el anochecer hasta hace muy poco era plena luz del día, cuando los flecos del sopor del verano parecía como si no fueran a extinguirse nunca. Llega este noveno mes del calendario romano, Novem, con los prólogos de la bufanda y del anorak debajo del brazo, a hacerse un hueco bajo el signo de Sagitario aportándole un suspiro a las ansias con las que fue recibido Octubre tras la fragua de Vulcano de un verano que zigzagueando ha llegado a colmar el cuerno de la abundancia del mercurio en su versión ascendente. Anda el diario de las costumbres de los hombres atado al paso de las estaciones, al transcurrir de los meses, cada uno con su nombre y con sus apellidos en forma de detalles acoplados a nuestras vidas con la misma fidelidad con la que nos vamos cambiando de ropa, con la que el gazpacho se convierte en un plato de sopa, con la que los cristales se empañan con el calor del hogar; se vacía el fondo del armario como se le empiezan a despertar a uno las ganas por disfrutar más de su casa en este tiempo indeciso en el que en una ciudad como Sevilla se goza de la perduración de la templanza con atisbos de frescor, de las huellas del rocío en la humedad que persiste en la ropa tendida en el patio durante toda la noche, en la magdalena de Marcel Proust que uno introduce en el tazón de su desayuno en esas mañanas de pijama y zapatillas de paño, de retiro en el exilio de la biblioteca de Alejandría de un apartamento de treinta metros cuadrados de libertad sostenida por la fragilidad de la música clásica de una emisora de radio, en esa república independiente que se aferra al presente como antídoto contra una actualidad que aburre y embrutece, que maldice sin detenerse a mirar lo que es, desdeñando un aquí y ahora que nos pertenece, que se desentiende del instante y se sale por la tangente a golpe de humo y de claxon, de semáforo en llamas y de prisas sin más rumbo que unos grandes almacenes, por la maltrecha esperanza de la imaginación aferrada al timón del escaparate, del combate de un compra y venta que no cesa en su afán de vender nuestras almas al diablo de los estímulos infundados. Ahí es donde Noviembre da la cara, nos detiene, nos para en seco para que comprobemos a lo que sabe un albaricoque y una calabaza, una chirimoya y una naranja, hijos todos ellos de ese trajín natural de la diosa de la fertilidad de la tierra. Entra uno en Noviembre como en la premonición de que el aire que respira le rejuvenece llenándole los pulmones de oxigeno procedente de los recuerdos de la infancia, en esa divina sensación de duermevela callejero con el que los pensamientos no temen por el frío, no se agobian con el calor, no se sienten maltratados por la incertidumbre del aguacero sino, todo lo contrario, se encuentran predispuestos a interpretar la melodía de este mes como uno más de los placeres accesibles de la vida para cuyo disfrute solo se necesita un mínimo de olfato, una pizca de coherencia existencial con la que celebrarlo y con la que abrirle las ventanas a la brisa de la belleza de cada uno de sus frutos.    

2 comentarios:

  1. Noviembre no es un mes que me guste mucho.Hay poca luz.
    Salu2, Clochard.

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    1. En Sevilla tenemos la suerte de entender por qué nació aquí Velázquez; ¿dónde podría haber nacido si no?.

      Salud, Dyhego.

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