jueves, 12 de enero de 2017

Un amigo


Resultado de imagen de ciego

Le debo a Emilio Durán su amistad, su manera de entenderme, el agrado con el que cada vez que lo sorprendo en mitad de la calle y me acerco a él  cantándole una coplilla recibe mi saludo con uno de sus magistrales momentos de silencio antes de cariñosamente llamarme loco, y la insistencia con la que me anima a escribir, a estrenarme con un libro de poemas, que según él es lo que me hace falta. Hoy he coincidido casualmente con él muy cerca del lugar en el que trabajo, adonde frecuentemente se dirige para tomarse una copa de Cream, y de paso desparramar su alegre y contagioso humor cargado de ironía y de un sutil sarcasmo con el que va hilvanando ideas y ocurrencias, todas ellas de una originalidad tan literaria y descriptiva que acaban siendo fuentes de conocimiento que uno recibe con sentimiento de gratitud, versos parecidos a la composición de un Haiku en el que se encuentran las andanzas y conclusiones que un hombre de ochenta y cuatro años le regala a los oídos de cualquiera que esté dispuesto a mantener su capacidad de escucha activa. Me cuenta que acaba de recibir otro premio, esta vez el de Ciudad de Barbastro, por su última novela Final de Julio; me habla de los recuerdos de aquellas tierras aragonesas en las que estuvo un tío suyo en el Frente durante la guerra incivil española, de los recuerdos de su partida cuando justo antes de abandonar el hogar le prometió que a la vuelta, cuando todo hubiera terminado, le regalaría un tranvía de madera, y me habla también de la bandera republicana que conserva de aquellos años, la bandera en la que fue envuelto el cadáver de su tío atravesado por las balas de la sinrazón y la perversidad de la discordia. Hablamos de libros, de Sevilla, de la vida y de la muerte que él no teme, de su ceguera que es la luz con la que se iluminan las conversaciones más lúcidas a las que un camarero pueda tener acceso en ese rincón de la calle Zaragoza; hablamos del amor y de la pasión, del fracaso de las relaciones cuando se codifican con los trámites del matrimonio como si supusiera éste la toma de contacto con una serie de costumbres que nuca se habían tenido, como si firmar un papel lo cambiara todo, como si el poder de la burocracia y de la Iglesia hiciese de los cónyuges personas diferentes que no actúan del mismo modo; hablamos de palabras, de la diferencia entre bimensual y bimestral, de su proyecto de la revista El molino de la pólvora, que está a punto de hacerse una realidad y en la que su fraternal generosidad ha dispuesto un hueco para mi. Paseamos juntos por las calles del centro, por la Plaza de la Magdalena, por Itálica, O`Donnell y San Eloy, por La Campana y por la Plaza del Duque, en la que hace unos días se produjo una masiva intervención policial, debido a la aparición de una maleta sospechosa de estar cargada de explosivos, que resultó ser fruto del despiste de un cliente de El Corte Inglés que la dejó allí recién comprada y abandonada mientras se dedicaba a  tranquilamente dar un paseo por las inmediaciones charlando por teléfono yéndosele el santo al cielo. Me reconforta ir con Emilio cogidos del brazo mientras él se va encargando de elegir el itinerario con ese admirable radar mental que tienen los invidentes para orientarse por el dédalo del casco antiguo; me complacen su compañía, sus comentarios y sus detalles, sus observaciones y consejos, su manantial de sabiduría y su arrojo ante la vida, su forma de tener todavía veinticinco años. Con amigos así puede uno beberse un Grand Cru Classé de Burdeos incluso en una taza de barro.

No hay comentarios:

Publicar un comentario